jueves, 29 de enero de 2009

Capítulo 11: Disgresión / Despertar.

Tuve un sueño. Soñé que estaba con una actriz de TVN, y que aparecías tú. Me decías que no te importaba, que no eras celosa. Yo asentía y me dejaba besar. Y tú, como si nada. Pero, de pronto, llorabas. Y cuando lograba ver la primera lágrima, justo antes de que mojara tu mejilla y me quitaran la última costilla, yo me soltaba de sus garras de humo y farándula, y me volvía de cartulina. Me transformaba en un mural colgado en tu pieza, uno que tú pintabas con lápices de cera, y desde ahí todos los días te miraba.

Dos minutos me bastaron, porque en un sólo segundo de actividad cerebral un universo entero de espacios y tiempos se despierta en nuestra mente (sobre todo si se duerme). Y en dos minutos caben ciento veinte segundos. Calculen.

El sol estaba puesto en el mismo sitio donde lo había dejado antes de tener mi pequeña muerte (fenómeno de cuya naturaleza sólo Claudio podría hablar con certeza, así que yo no me aventuraría si fuera tú, que soy yo mismo, el que narra esta pieza). Para ser exactos, dos minutos más hacia el poniente; o sea, una leve desviación, imperceptible para cualquier ojo humano, menos para el de un Policía Joven, porque para nosotros los secretos del universo son tan cotidianos como las palmas de nuestras manos.

La sensación febril, aquella que acompañaba siempre mis despertares en medio de la sucesión de tiempos y espacios distorsionados que pasaban rápidos como alas de colibrí; la ganancia que cubría, como un velo en mis sentidos, todas las cosas; las vueltas y vueltas de la vida: todo era tal cual antes de dormir.

Fue entonces cuando sonó mi despertador. “Abre los ojos”, me dijo. Yo le dije que estaba despierto desde antes, que se ahorrara su sugerencia itinerante. Le expliqué lo del sol y también eso de los segundos en la mente. “Tómate esta chela conmigo”, replicó. “Se acabó la maestra”, le dije yo, y salimos al patio.

miércoles, 28 de enero de 2009

Capítulo 10: Un sueño.

Esa noche había sido extraña. Había asistido gente extraña. Un paranoico ario con su amigo esclavo, una mosca radiohediana; uno con su novia, una muy feliz pareja que venía de recorrer el mundo entre siestas. Había bomberos con carteras, sirvientas en pantaletas, putas viejas, un papa negro, oficinistas en kimono y unas sirenas mitad mujer mitad sierra. Además, una soltera que esperaba a una amiga que no llegaba. Ella hubiera sido la única que podría haber resaltado entre tanta maraña, de no haber sido porque su apariencia era igual de extraña. En realidad, era una metralla. Esperaba una carga, y como Loquillo no fue a Coquimbo, nos quedamos sin ácidos también. De los demás, recuerdo sólo los nombres, pero para qué se los voy a nombrar si no los conocen.

Esa noche, que había sido bien extraña, habíamos resuelto un problema: dado cierto momento, reparamos en que no estábamos lo suficientemente puestos aún en vuelo, por lo que improvisamos rápidamente una reunión que tenía por fin determinar qué era más prudente: si fumarnos todo o racionarlo para los días siguientes. “Pa’ que el copete pase como agua”, había dicho Loquillo. Y ni siquiera estaba. Quizás lo pensamos todos al unísono silente. Lo bueno en ese momento era que ya no quedaban vasos, así que directo de la botella la agüita era más rica, cristalina, como de vertiente. Parece que los había roto yo, así como el vidrio de la ventana del baño con vista al cielo marino.

El paranoico y su extraño esclavo-amigo se habían ido hace rato. Por lo de la sangre. A lavarse al río. A mí me gustaba el carmesí, así que me esparcí un poquito por allá, un poquito por aquí. El vidrio de la ventana no había tenido la culpa de que no me acordara del porqué de mi rabia. Cristóbal tampoco, pero igual salió corriendo. Tener culpa. Yo no tenía SIDA. “Ni cagando, ya estaría muerto”, les decía.

Recuerdo perfectamente que la sangre tiñó la sala por completo. Quizás eso les dio miedo. Pero entonces, en vez de seguir despierto y ver si había algún repuesto, me dormí en el sillón y terminé en el suelo.

lunes, 26 de enero de 2009

Capítulo 9: Meditaciones.

A pesar del incidente del terminal, teníamos todas las intenciones de que lo venidero fuera bello, bueno y verdadero.

Coke le había dicho al chofer del colectivo que nos dejara en la calle Ernesto Sábato. En esa misma calle estaba la casa que nos esperaba. Cuando llegáramos, pensaba, íbamos a tener que esforzarnos como héroes, para elaborar un plan que nos permitiera salir airosos del oscuro túnel en el que Tata nos había dejado: el túnel de la justicia chilena, la cual -si no hacíamos algo- terminaría por arrestar a los buenos, mancillando aún más la memoria de nuestro Policía Joven y amigo, Ratón.

Cuando nos bajamos del colectivo, caminamos como diez pasos y, por fin, llegamos a la casa de Coke, advirtiendo varias cosas: estaba vacía; la puerta se abría para darnos la bienvenida a su cocina, su comedor y su living; al fondo había un baño y dos piezas, a las cuales se sumaba una tercera, que estaba en el segundo piso; un patio de cemento recorría el brazo derecho y la espalda de la casa -entendiendo la casa como el ser humano que era, o que sospechábamos que era-, el cual remataba con un baño con vista al cielo... Tantos lugares y todos vacíos. Era complicado decidir qué pieza ocupar y adónde ir después, en ese desierto estado de cosas. Tan complicado como fue para Adán decidir si acaso coger la manzana que Eva le ofrecía o no, libre albedrío fue a pecado consumado como, en nuestro caso, la angustia era a la calma. Nuestra realidad más cercana era lo abstracto, pero justo cuando empezaban a llover triángulos me atreví, como Adán, a dejar mi bolso en el living y a tirarme de piquero en una de las tres camas de un dormitorio del primer piso.

Al borde de mi cama se sentó Erick. Yo lo miraba de reojo, con el único ojo que me servía -porque el otro lo tenía, como toda mi cara, hundido en la almohada. Erick hacía un pito, tranquilamente, y esa extraña calma en él se extendía por las paredes del dormitorio y se fundía con la calurosa brisa nortina.

Al poco rato, llegó Coke y se acostó en la cama que teníamos al frente Erick y yo. Me di vuelta hacia él y le pedí sus audífonos Technics, los que conecté a mi MPEG-1 Audio Layer 3, más conocido como MP3 y también por su grafía emepetrés, para escuchar cualquier cosa. “Closed doors brings open minds”, decía una voz en mis dos oídos triplicando la tarde. Subí el volumen al máximo. Necesitaba insolarme el pensamiento.

Cuando empezaba a cerrar los ojos, Erick me tocó el hombro. Me dijo algo que no escuché, pero que debe haber sido algo como “fúmate este maestro”, a juzgar por su movimiento de labios y por el pito encendido que me pasaba en la mano.

Empecé a fumar y a repasar mentalmente los eventos más significativos hasta ese momento: alguien nos había dicho que éramos Policías Jóvenes; después, nos habíamos dado cuenta de que teníamos que matar a Tata. “Si no hubiéramos sabido quiénes éramos, nada de esto habría pasado”, pensé.

Erick me pasó otro pito.

“¿Pero cómo puedo ser tan tonto y renegar de nuestro destino? Nacer en cualquier cosa implica, desde el primer momento, desatar una serie de consecuencias. Necios son los que creen que pueden elegir qué cosa hacer y qué cosa no, cuando resulta obvio que, por ejemplo, cuando el cuerpo de un bebé sale del cuerpo de una madre, el rumbo del viento -que habría cruzado sin obstáculos por entremedio de esas piernas (si se trata de un parto normal) o sobre ese estómago (si el parto es por cesárea)- se desvía completamente, de manera irreversible, alineando todas las posibilidades de la vida futura de ese ser humano, sólo por el hecho de haber determinado la dirección del aire que respirará”.

Erick me pasó otro pito.

“Entonces, somos Policías Jóvenes desde siempre. Nuestra existencia es nuestro destino. Deseamos la muerte de Tata, pero ¿lograremos concretar ese deseo? Eso es algo que no podemos saber ahora. Sin embargo, sería imposible evitar intentarlo en este momento de nuestras vidas”.

Erick me pasó una botella de cerveza.

“Hay que matar a Tata. ¿Por qué no lo estamos matando ahora?”.

Erick me pasó un cigarro.

“Es cierto. Vinimos a planear cómo hacerlo. Tenemos que ser cautelosos. Ser cautelosos es parte del destino. No ser cautelosos también podría ser parte del destino. Al final, todo es parte del destino y a la mierda con el destino entonces. Lo que vayamos a hacer no cambiará por lo que piense de manera particular. Yo no decido las decisiones que tomo. No soy más que un simple instrumento del contexto”.

Erick me pasó un pito.

“Pero pensar en estas cosas es algo inevitable. ¿Qué podría hacer yo contra eso? Nada. ¿Podría, al menos, darle un significado a nuestra suerte ineluctable? De ninguna manera. Destino es una palabra vacía y esta palabra vacía recorre la existencia de todos los seres vivos y los seres muertos. El sentido de la vida es una proyección de esta palabra vacía irremediable, que se prolonga equivalente en todos sus segmentos. ¿Qué se puede hacer, entonces, entre tanto vacío, adentro y afuera? Vivir. Hacer lo que se tenga que hacer, sabiendo que lo hecho es algo necesario para la totalidad de la vida. El ser humano descubre cosas de la totalidad de la vida, pero La Vida, en mayúsculas, todo lo sabe, antes, ahora y más tarde”.

Erick me pasó un vaso de roncola.

“Qué canción más buena, no sabía que la tenía, pero ya es de noche y me gustaría ir a la playa”.

Me saqué los audífonos, raudamente; me puse un traje de baño y me despedí de mis colegas Policías. Acto seguido, abrí la puerta y salí corriendo. Erick, que al principio me venía persiguiendo entre bocinas y maldiciones, terminó adelantándome, llegando hasta La Herradura antes que yo, para nadar en medio de la noche y alcanzar lo finito de lo infinito (o sea, las boyas). Yo lo seguí como pude, pero casi al llegar donde él estaba me picó una medusa en el corazón y me desvanecí románticamente.

Un rato después, supe que Claudio me había llevado hasta la casa.

Cuando me sentí recuperado, Erick me reanimó con su ebriedad y Coke me contó unos chistes. Por un momento, intenté olvidar la carrera que estábamos corriendo, pero para mí -que en ese momento era como un conductor de Fórmula 1 en medio del circuito de Mónaco- las extrañas personas que cruzaban nuestra puerta no hacían otra cosa que crearme más curvas.

domingo, 25 de enero de 2009

Capítulo 8: Coquimbo, ¿cómo estás?

Claudio, Erick, Coke y yo llegamos al terminal de buses a las nueve de la mañana de un día martes del mes de Enero y si creíste que me había olvidado del dinero estás muy equivocado, porque se lo robé a la mujer que me trajo al mundo.

El bus al que debíamos subir se dignó a aparecer cinco minutos más tarde de lo estipulado y, como lo intuía, se veía bastante horrible. La atención, por su parte, era excesivamente minimalista: la persona que acomodaba los bolsos era la misma que conducía el bus y la que cortaba los boletos. Estas circunstancias nos pusieron incómodos y tensos, razón por la cual no pudimos conciliar el sueño. Debimos pasarlo bien y reírnos mucho para olvidar los que parecían nuestros antónimos de asientos.

Cuando llegamos a Coquimbo, ya no nos quedaban ganas de seguir riéndonos, sino todo lo contrario. El chofer, por su parte, venía visiblemente irritado. Le faltó poco para tirarnos los bolsos en la cara. Claudio se enojó con él y le dijo lo que sentía, pero el tipo contestó pésimo. Yo intenté corregirlo, pero Erick ya estaba abalanzado sobre el monstruo.

Para nuestro orgullo, Erick llevaba las de ganar. Sin embargo, unos guardias de seguridad del terminal vieron lo que estaba pasando y empezaron a correr hacia nosotros. Tuvimos que tomar rápidamente nuestras cosas y arrancar hacia una caleta para subirnos a un colectivo y arrancar más. Específicamente, hacia Sindempart.

Mal. Todo había empezado mal. Se suponía que teníamos que pasar desapercibidos y recién a la llegada nos habíamos metido en un remolino. ¡Éramos fugitivos! Se nos olvidaba constantemente. Si alguien se enteraba de quiénes éramos nosotros daría aviso a Carabineros. Tata ya debía haberse encargado de pegar carteles con nuestras fotografías, a lo largo de todo Santiago, ofreciendo recompensa. Debía haber esparcido la noticia de que Coke y Erick habían matado a Ratón, a través de todos los medios de comunicación posibles, pero ¿habían matado Coke y Erick a Ratón, realmente?

Nadie decía una palabra. El chofer del colectivo, mientras tanto, no paraba de hablar, para aliviar la tensión. Yo miraba la ventana, como los demás, mientras él decía que las mujeres llegaban a Coquimbo con las mochilas llenas de condones; que traían condones de colores; que la comida era buena; que estaba cansado y que quería dormir; etc. ¡No sabía con quién estaba hablando! Nosotros éramos seres espirituales. Platónicos. Los Policías Jóvenes no comíamos, no dormíamos ni nos reproducíamos. Qué sabía este gordo grasiento, mundano de mierda. Que se metiera por el hoyo sus problemas humanos, pensaba, mientras me ponía los audífonos para no escucharlo. Después, bajé la ventanilla. Miré la playa y respiré la brisa acompasada. Lo único que quería era flotar en el mar, de cara al sol, hasta morir aplastado por la inmensidad de ambos.

Cuando cerré la ventanilla, miré a Erick y me dí cuenta de que era demasiado tarde: estaba ahorcando al chofer. Debía estar expulsando la ira que los guardias de seguridad le habían interrumpido a mitad de camino. El colectivo se movía para todos lados. Al mismo tiempo, Coke se disputaba el pedal del acelerador con el pie del chofer. Claudio saltaba como mono. ¿Qué estaba haciendo yo con los audífonos puestos?

-¡Por favor! –decía el chofer.
-Mira la vocecita maestra que le sale al maestro –decía Erick.
-¿Nos está haciendo burla, Claudio? ¿Acelero? –decía Coke.
-¡No, por favor, no! –decía el chofer.

Como el colectivo iba en un frenético movimiento zigzagueante, Claudio se puso a vomitar en el brazo de Erick, quien -mientras ahorcaba al chofer- trataba de acercar esa sección de su cuerpo a la cara de Coke, quien ponía todo de su parte para lamerla al mismo tiempo que aceleraba el colectivo. Mientras tanto, yo registraba obsesivamente la guantera del automóvil, para terminar con toda esta batahola que se había formado, hasta que encontré lo que buscaba: una pistola cargada. ¡Y maté al colectivero, lo maté!

Pero nadie decía una palabra. El chofer del colectivo, mientras tanto, no paraba de hablar, para aliviar la tensión.

miércoles, 21 de enero de 2009

Capítulo 7: Hasta la víspera, baby.

La tarde del lunes debía ir a la casa de una de mis abuelas. Algo se celebraba y toda mi familia estaría presente. Como yo necesitaba un poco de dinero, que sacaría from each one of my parientes, tenía que portarme bien y llegar a alguna hora, pero llegar. El problema radicaba en el exigente itinerario de ese día: comprar pasajes baratos en algún terminal de buses, comprar marihuana y nada más. Parecía poco, pero abre los ojos bien cerrados: qué metáfora interdiscursiva más super loca.

Con Coke, quedamos de juntarnos en el terminal de buses San Borja después de la hora de almuerzo. Coke llegó a la hora que se denomina hora después de almuerzo. Era la hora después de almuerzo con treinta minutos cuando llegué yo. Coke me preguntó por qué había llegado tarde; me dijo que tenía que estar consciente de que estábamos en el ojo del huracán y que no podíamos cometer errores. Yo le respondí que la primera regla de llegar tarde era no hablar de llegar tarde, que él era algo así como Tyler Durden y que yo era como el narrador. Ergo, si él había sido puntual, los dos lo habíamos sido, sólo que treinta minutos después se había desatado la esquizofrenia. Eso no significaba, por supuesto, que los dos fuéramos la misma persona. ¿O sí? ¿O no? ¿O sí o no? ¿O sí y no? ¿Y sí y no? ¿Y si no? ¿Noisy? ¡Tonterías!

La idea era que el pasaje costara cinco lucas, pero lo encontramos a seis y no fue tan malo, comparado con las otras partes en que el boleto salía once o doce. Claro, la compañía donde estábamos comprando no era la más lujosa del lugar: ocupaba la caseta más chica, había una sola empleada en ella y el computador donde anotaba nuestros datos parecía una... no sé lo que parecía. Lo que sí sabía era que esa compañía de buses era, sin duda alguna, la más rasca y penosita del terminal, como diría Erick (experto en ese registro). Sin embargo, poco importaba la calidad del bus. Nosotros estábamos arrancando y no de cualquiera, sino del peor de todos: de Tata. Algo planeaba contra nosotros ese maldito rufián. Yo lo conocía y Coke también. Habíamos viajado con él a Coquimbo el año pasado. Claro, en ese tiempo éramos aliados, pero todo se murió al poco tiempo. Se murió, porque no se ponía la polera y en cueros parecía un caos informe de carne y sangre y qué sé yo, algo como un virus, tal vez, en fin.

Teníamos los pasajes. Sólo faltaba la marihuana.

Empezamos a hacer llamadas desde un teléfono público para conseguirnos alguna mano desconocida, porque las conocidas nos estafaban siempre. Gastamos varias monedas hasta que contactamos a un tipo. Nos dijo que tomáramos el metro hacia… Camináramos hasta… Esperáramos a un tipo que… Y nos traería los paquetes. Cuando lo vimos, vimos su paquete, y no se malinterprete, que lo que vimos fue su paquete de marihuana, bastante pequeño como para equivaler a la plata nuestra, por lo demás que no había, pero estábamos tan cansados que no nos regodeamos. Eso sí, inspirados en Kant y Juan Segura, decidimos que debíamos racionar la droga cuando estuvieramos en Coquimbo.

Finalmente, me despedí de Coke. Coke se despidió de mí. Me dió lata ir a la casa de mi abuela, así que no fui, pero el dinero... ¿De dónde iba a sacar el dinero? De alguna parte tenía que sacarlo, no de ninguna. Eso me dejó más tranquilo.

martes, 20 de enero de 2009

Capítulo 6: Ratón muere.

Llegué a mi casa a empacar un par de cosas para el viaje. Mientras hacía esto, prendí la televisión. En ese tiempo, una serie muy exitosa se estaba transmitiendo: "Nanarcos Regalones"; se trataba de unos jóvenes anarquistas, universitarios y del barrio alto, con una consciencia social privilegiada y una intuición más desarrollada que la de los mismos pobres para vislumbrar los problemas de los más necesitados, debido a que sacaban su experiencia de los libros que mandaban a comprar a sus nanas con la plata de la mesada que les daban sus padres.

Ese día se transmitía el último capítulo de la serie: el personaje principal había decidido irse de su casa con su amada. Estaba apunto de comenzar el emocionante discurso del héroe contra su padre empresario, cuando la señal televisiva aprovechó el rating que estaba alcanzando el programa para dar un informe noticioso de último minuto. Grande fue mi asombro.

Se trataba de un asesinato perpetrado en la comuna de Renca. Habían matado a un joven de 21 años, apodado Ratón. De pronto, la sorpresa mayor: Tata, más vivo que nunca, estaba siendo entrevistado por el periodista.

-No sé qué fue lo que pasó exactamente. Unas personas lo trajeron aquí, amarrado y desnudo. Ya estaba muerto cuando llegó…

Su declaración, empero, no dejaba de ser enigmática. Si no había revelado los nombres de los asesinos -ni tampoco su relación con ellos-, era porque algo se traía entre manos ese críptico anciano (además, estaba seguro de que Coke y Erick no habían confundido a Ratón con Tata; algo había fallado en el plan). Maldita nuestra suerte: habíamos interpretado mal mi designio; lo que en realidad había vaticinado no era "buscarán a Ratón y morirá Tata", sino: "buscarán a Ratón y morirá, Tata". El mensaje, por lo tanto, era para Tata, a juzgar por el vocativo. ¿Habría sido él, entonces, el verdadero asesino? Había una verdad detrás de todo este facilismo mediático.

Un rato después de que el informe periodístico terminara, hablamos por MSN Claudio, Coke, Erick y yo. Nos dimos cuenta de que el panorama había cambiado por completo. Aquí dejo una transcripción no literal de la conversación (porque sí, ¿qué hueá?):

Claudio: El que murió no fue un anarquista.

Claudio: El que murió fue el Ratón.

Cristóbal: No.

Coke: O sea, se murió alguien.

Erick: No sé cómo se lo diré a mis padres, pero estoy seguro de que me matarán, tarde o temprano. Si no es por esto, es por todo lo que no es esto.

Erick: Rasca.

Claudio: Otra cosa; aunque el asesinato fuera un montaje…

Claudio: El asesinado fue un Policía Joven, así que los límites entre realidad y ficción se han vuelto más complejos que antes.

Cristóbal: ¡Nunca respondemos bien a los estímulos de la realidad!

Cristóbal: ¡Yeah!

Claudio: Lo que pasó fue real y los sospechosos somos nosotros. Los carabineros son huevones, así que no nos vamos a arriesgar a que nos arresten. Tenemos que pensar en un plan para descubrir la verdad...

Coke: Es verdad.

Claudio: Para eso, tenemos que estar lo más lejos posible de la escena del crimen. Estar, por ejemplo, en Coquimbo.

Resultaba increíble que la situación diera un giro en ciento ochenta grados y que, sin embargo, la conclusión siguiera siendo irse a Coquimbo.

jueves, 15 de enero de 2009

Capítulo 5: Pico pa'l que lo lee.

-Hueón, me cortaste, ¿por qué me cortaste?
-Ya sé lo que hay que hacer.
-Pero si no te he dicho lo que pasó.
-Hay que buscar al Claudio.

También le pregunté algunas cosas, como si le gustaba más comer o dormir, si le parecía bueno o malo el asunto de los castrati y en dónde mierda estaban los conchesumadres. Llamé a Claudio y le dije que fuera para ese lugar que después les voy a decir. Yo también fui para allá. Si ya me habían involucrado en la mierda que hubiesen hecho, yo no descansaría hasta hundirme completamente en ella. Primero, me duché en el cementerio de la cocaína. Después, agarré mis cosas, o sea ninguna, y salí a tomar una micro a San Pablo, en dirección hacia la Plaza de Armas –¿ven que les dije?

Anyway, no podíamos haber escogido un mejor horario para juntarnos. Eran las dos de la tarde y el sol era el luciente honor del cielo que en campos de zafiro pace estrellas. Como ahí el campo de zafiro era el Paseo Ahumada -que devolvía la luz solar hacia el sol-, las estrellas eran mis ojos que el calor pacía, calcinados por el puro intento de mirar hacia adelante. Ese domingo estaba inspirado, me sentía como un Aleph jugando a la Rayuela; así llegué donde estaban Coke, Erick y Claudio, que se veían muy afligidos animando a un jugador de ajedrez.

En pocas palabras, muerte y Tata. En muchas, nos sentamos los cuatro en una banca, donde nos explicaron a Claudio y a mí que la noche anterior me había transformado en pitonisa y les había dado un mensaje: "buscarán a Ratón y morirá Tata". Como todos sabemos, los Policías Jóvenes somos héroes trágicos, así que, aunque intentaron no ir a buscar a Ratón, Coke y Erick fueron a buscar a Ratón, tocaron la puerta de su casa y le reprodujeron el vaticinio, palabra por palabra. Luego, se dirigieron a la casa de Tata, en Renca, donde lo desnudaron y le dijeron que era anarquista, así que mucho gusto, pero chao. Ratón les encantó a los padres de Tata, por lo que terminaron adoptándolo. Ratón se quedó allí, mientras que Coke y Erick se marcharon después de un desayuno alto en calorías.

Era el turno de Claudio. Había venido a resolver la situación, así que aplicándose como abogado les dijo a Erick y a Coke lo que tenían a favor: en primer lugar, los anarquistas no eran nada ni nadie, así que si algo habían hecho Coke, Erick y Ratón, se lo habían hecho a nada y a nadie; segundo, Policías Jóvenes era un programa de televisión en el que se hacían montajes, un asesinato no podía ser real dentro de una ficción.

Como se necesitaban tres cosas para que la teoría fuera irrefutable, Coke dijo que tenía una casa en Coquimbo. Claudio y yo éramos cómplices, quizá esa fuera la excusa para acompañarlos.

martes, 13 de enero de 2009

Capítulo 4: Capítulo cuatro.

Estaba con una mujer en el baño, los dos acostados en la tina. Aunque no tenía por qué saber su nombre, le pregunté de todas maneras. Ella se alejó para mirarme y me sonrió. Movió sus labios, pero no alcancé a escuchar lo que decía. ¿Eras tú esa persona? Por lo menos era tu cara, la podía reconocer porque la tenía grabada. Cuando me besó, desperté en sus ojos y su pelo era todo un malentendido. Perturbado, salí de la tina y me dirigí a un club nocturno. Entré y me senté a ver el show de una stripper. Cerré los ojos para descansar un instante y cuando los abrí, ¿eras tú esa persona? Por lo menos era tu cara, la podía reconocer porque la tenía grabada, pero cuando me acerqué a tocarla fue como si se descongelara de manera fulminante, dejando una gran poza en el piso. Intenté mirarme en esa poza, pero tu rostro se puso delante de mi reflejo como una máscara. Me quedé absorto en mi máscara hasta que me convertí en el nadador de toda esa agua vertida, que ya comenzaba a parecerme un planeta. De pronto, una anguila eléctrica se aferró a mi pierna.

Cuando me desperté, el teléfono me vibraba en un bolsillo. Miré dónde estaba durmiendo: en el suelo, junto a los amigos de Pablo. Todo bajo control. Observé la pantalla del celular con los ojos dolorosamente despegados. “Coke” decía.

-Cristóbal, llama al Claudio. Vamos a tener problemas, tenemos que pensar con cuidado… –me decía Coke.
-¡Rasca po, hueón! ¡Rasca! -se escuchaba Erick, desde lejos.

Recuerdo como conocí a Coke. Cuando entré a la universidad no lo conocía. Tampoco conocía a otros que entraron en la misma generación que yo. De hecho, no conocía a nadie. Lo especial era que a él lo conocí tiempo después de entrar, porque estaba en otra sección. Antes de conocerlo, sólo lo ubicaba de vista, pero nunca lo saludé. Pasó el tiempo, uno o dos semestres. Lo cierto es que no recuerdo cómo conocí a Coke.

Recuerdo como conocí a Erick. Entonces, yo ya conocía a Coke. Erick también lo conocía, porque habían sido compañeros en la media, pero no fue por intermedio de Coke que conocí a Erick. Fue porque él tenía una banda y me pidió que cantara, porque Pablo había escuchado que yo cantaba y porque Pablo tocaba en la banda de Erick. Mientras hablábamos del asunto, tuvimos muchos problemas con los paparazzis y con las fans que querían que les autografiáramos los senos.

-¿Me escuchas? –me despertó Coke.
-¿Qué? No, perdón, ¿qué pasa? –le dije, listo como todo un boy scout.
-¿Estás con el Claudio?

No. No estaba con Claudio. Claudio siempre veía las cosas claramente. Era obvio que yo no podía ayudarles resolviendo problemas, pero les podía escribir poemas, quizá.

-Hueón, ¿estás con él o no? –se impacientaba Coke.
-Pero si ya te dije –le dije que ya le había dicho.
-No me has dicho nada.

¿No le había dicho nada? No sabía qué estaba afuera y qué estaba adentro de mi cerebro. ¿Qué debía hacer? Había perdido el tiempo. Tenía que cortar la llamada y pensar qué debía hacer.

domingo, 11 de enero de 2009

Capítulo 3: Tata.

No recuerdo quién fue la persona que nos abrió la puerta del departamento, si la conocía o no, había mucha gente y estaba todo muy oscuro. Debían ser amigos de Pablo, de alguna brigada que desconocía, pero seguramente eran aliados, así que así que.

Había alcohol, pero no vasos; había droga, pero nadie se prestaba mucha atención. Sabíamos que esta reunión era de gran importancia para el futuro, razón por la cual le comunicamos a Pablo que él también era un Policía Joven. En seguida comprendió lo que ello significaba, al igual como nos ocurrió a nosotros, porque en el fondo sabía que teníamos un sentido, no como los seres comunes y corrientes.

Decidimos trazar el plan en ese preciso momento. Lo medular era que hiciéramos morisquetas en cadena. Coke trataba de poner orden en la sala: “soy terrible feliz”, exclamaba furibundo. Más tarde comprendería que era lógico: sabía que no nos quedaba mucho tiempo. Teníamos que actuar rápido. Sin embargo, la angustia nos impedía enlazar los proyectos de los colegas. El pánico cundía en todas las caras, o por lo menos en las que se veían.

En medio del desenfreno se escuchó algo como: “... usc... a Ra... morirá Tata”. No es que después de eso se hubiera quedado toda la sala en silencio. De hecho, ninguno de los de la otra brigada se había enterado del místico suceso. Ellos seguían compartiendo sus proyectos como si no hubiera pasado nada, pero para Claudio, Erick, Chulín, Coke, Loquillo, Pablo y yo la sala se había empezado a mover en cámara lenta. Sabíamos que ahí estaba el punto de llegada, y que Tata debía morir. Sabíamos que habíamos nacido para matar, pero ahora sabíamos a quién. Se sabe que la lucidez causa la felicidad, y si no se sabe lo sé yo. Sócrates, yo lo sé. Lástima que me quedé dormido por causa de la emoción y el estrés de mis neuronas amigas.

jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 2: Una micro.

Habíamos comprado estupefacientes en botillerías y veredas y luego nos subimos a una micro bastante poco ortodoxa. Aún ahí recordábamos a ese peruano de la plaza –y no es que fuéramos homosexuales asquerosos, pero tampoco éramos homofóbicos, ni tampoco heterosexuales, ni bisexuales tampoco. Los capítulos de la serie Policías Jóvenes, por otra parte, comenzarían a producirse en cualquier momento, sólo debíamos asegurarnos de ser nosotros mismos y de que la fama no perturbara nuestra sencillez y nuestro talante, dado a la justicia social que siempre se ha encontrado tan corrompida en Chile y en el resto de los países latinoamericanos, hermanos miserables.

Con ese ánimo íbamos encaminados al cumpleaños de Pablo, que vivía en Pudahuel y hoy por hoy no. Sin embargo, antes de llegar, debíamos resolver un asunto con unos Pasajeros Jóvenes que se estaban propasando -y eso que nosotros siempre dejábamos que la gente se tomara libertades, pero cuando empezaban a hablar y a moverse en la vía pública, con qué derecho. Como no estábamos armados aún, decidimos tomar las cervezas, destaparlas y espetarles: “¡bájense, si no quieren que empecemos a pasarlo bien! ¡Somos Policías Jóvenes!”. Acto seguido, apareció la canción de apertura de la serie, con todas nuestras caras haciendo algo y con nuestros nombres abajo, para que la gente se hiciera fanática del programa y comprara nuestras poleras. Nosotros celebramos por todo lo alto el lanzamiento de la serie, que alcanzaba todos los puntos de rating. Varios capítulos de la saga televisiva siguieron sucediéndose en la micro, pero ya no recuerdo ningún otro. Por cierto, recuerdo varios capítulos que se sucedieron ahí: uno, cuando hicimos que se bajaran ciertos pasajeros de una micro aledaña a la nuestra, en San Pablo… Ese fue uno de los episodios más osados de la primera temporada de Policías Jóvenes, porque desafiaba la percepción del público, que nunca está preparado para nada. Esta poca preparación se ve reflejada, sobre todo, en el público chileno (caso emblemático), ya que en él abunda el que a mí me gusta llamar espectador retrasado mental (subdesarrollado y amante de los ritmos sin alma). De hecho, pensamos que el programa no fuera transmitido en Chile, principalmente porque habíamos nacido en este país por desgracia. Muy disgustados, nos bajamos todos de la micro. Habíamos llegado a Teniente Cruz y debíamos seguir evangelizando a estos monos.

martes, 6 de enero de 2009

Capítulo 1: "Ustedes son Policías Jóvenes".

Todo empezó un día, o sea una noche, en que Pablo celebraba su cumpleaños. Habíamos llegado a la plaza Santa Ana Claudio, Erick, Chulín, Coke, Loquillo y yo a volarnos (menos Chulín, que no le hacía) y a comernos unas pollitas del Liceo 1. Sin embargo, nos dimos cuenta de que no había nadie, porque eran las 11 de la noche, era sábado y era enero; estas chiquillas, seguramente, se encontraban vacacionando, exhibiendo sus cerradas conchitas en alguna playa para surfistas desvirgadores. Desconsolados, nos pusimos a meditar, cuando de pronto algo nos dijo: "ustedes son Policías Jóvenes". Ante el asombro, le preguntamos a esa misteriosa voz: "¿quién eres?". Grande fue nuestra sorpresa, al darnos cuenta de que era un vagabundo peruano; el sujeto llevaba bastante rato hablándonos del tiempo y nosotros no nos habíamos dado cuenta. No obstante, podíamos ver sus dientes amarillos y sentir su aliento... ¡Pero qué aliento! Digno de un Dios. Y como Dios es Padre, Espíritu Santo e Hijo, no tuvimos que hacer manifiesto el acuerdo sobre sacarle la ropa para crucificarlo, como Jesús (al arte lo que es del arte). Sin embargo, Claudio irrumpió, en medio de nuestra recreación bíblica, con estas sabias palabras: “¡Qué cuerpo más perfecto!” (entre paréntesis, Claudio siempre se da cuenta de las cosas). Por supuesto, yo le creí, aunque no estaba muy de acuerdo con él, y me abalancé sobre el vagabundo -porque a mí nunca me han gustado los defectos, y me gustan las cosas que no tienen defectos, o sea lo mismo. El vagabundo balbuceaba algo y me empujaba lejos de él. Seguramente, se reía de todos nosotros. Creía que ser vagabundo le daba algún derecho sobre la gente sedentaria. Mis amigos, empero, no iban a dejar que se fuera sin darme un beso. Alguien intentó abrirle los labios para que mi lengua hiciera de las suyas en su cabidad bucal (de una manera bastante adjetivo a elección), pero justo cuando el amerindio comenzaba a quererme nos dimos cuenta de que Erick pedía refuerzos desde la calle, con los brazos abiertos: “¡Detengamos a los Policías Viejos!”. Claudio se le acercó y comenzó a persuadirlo:

-Erick, vienen en auto –le decía él-; hay automóviles que pueden llegar a pesar 1000 kilos, tal vez más, ¿y tú? ¿Cuánto puedes llegar a pesar? ¿70, 80… 100 kilos? Erick: los automóviles son, por definición, vehículos a propulsión; los seres humanos, en cambio, son seres que piensan. El pensamiento mueve al Hombre, y el motor al auto, pero si haces como en el experimento de Galileo, en el planeta tierra y no en el vacío, y tiras tanto al motor como al pensamiento, al mismo tiempo y desde la misma altura...
-¡Maestro! –respuesta curiosa que nos hizo correr hacia la Alameda, mientras el vagabundo nos agitaba sus pantalones cual pañuelo.

Capítulo 0: Advertencia.

Cualquier similitud entre la narración y la vida real ha sido provocada por tu propia actividad cerebral.

Los nombres de las personas involucradas en los eventos narrados han sido alterados tantas veces que al final quedaron iguales.

No tengo nada más que decir, así que voy a transcribir la parábola que escuché que un tipo le leyó en la micro a otro tipo:

"Hace mucho tiempo, unos valientes jóvenes que venían de jugar fútbol en una cancha de pasto y de tierra (en proporciones equivalentes), decidieron ir a dejar a su igualmente joven y a la vez vetusto enemigo a su casa, en Renca, porque se había lesionado gravemente el pie y no podía seguir acompañándolos en la peregrinación hacia la plaza Santa Ana. Se decía que una vez recorrido el camino, el final los recompensaría con la mayor de las dichas. En el trayecto, padecieron de hambre, de sed y de frío. La gente sintió lástima por el magro aspecto de estos mozuelos y les ofreció comida, bebida y abrigo. Los jóvenes rechazaron las ofertas con mucho respeto."

-Fin.
-¿Termina ahí?
-Sí.
-Cada vez se hace más difícil entender las parábolas. Antes se podía descifrar algo, pero ahora hay que empezar dándoles final para después entender el sentido general de un trabajo que otros dejaron a medias.
-Eso pasa porque el Hombre nunca podrá saber el significado de las cosas. Nunca pudo organizar su pensamiento en un sistema cabal, que permitiera la salvación de su especie en la realidad. Ahora se da cuenta de su fracaso y de su destrucción inevitable.
-Sin embargo, la fe tampoco logró dar respuesta al vacío producto que dejó el trabajo de todas las generaciones.
-Por eso, ya no caminamos pretendiendo saber lo que va a suceder en el instante de tal paso o de tal otro; de igual forma, tampoco confiamos en que uno u otro paso nos de la solución de todos los problemas pasados. Simplemente, vivimos. Si no podemos borrar toda la información que ha permeado nuestra mente, tratamos de no ser concientes de esta; expulsamos la ciencia y la religión de nuestras vidas. La intuición en el mismo instante en que suceden las cosas, la improvisación se está convirtiendo en nuestra nueva ciencia y religión. Por eso las parábolas ya no tienen final, porque no hay un punto de llegada más allá del presente, que es el pasado y el futuro al mismo tiempo.
-¿Adónde la viste? -le dije- Pásame. No entendiste nada –y le quité el papel para bajarme con mis amigos en Manuel Rodríguez con Catedral.

Antes de que se cerrara la puerta de la micro, uno de los tipos alcanzó a gritarme:

-¿Y quién te crees tú?
-El que escribió este papel y te lo dejó en el asiento, para que te sentaras encima de él y te lo sacaras del culo con el que pensaste toda esa mierda.

Dudo que ellos hayan escuchado esto último. La puerta ya estaba cerrada y yo ni siquiera hacía el esfuerzo para que oyeran lo que les estaba respondiendo mentalmente.