domingo, 15 de marzo de 2009

Los Superamigos.

“El Hancock” (por su parecido nada similar con el actor Will Smith), le decían los lugareños de La Playa que lo vieron llegar un día con su tremenda cabeza, con sus ojos sobre sus lentes, con su cuerpo pequeño y delgado -salvo la parte de los brazos, los pectorales y los hombros- y con su paisaje de fondo, que si no era la bella y permanente representación de su pasado, entonces qué cosa era: detrás de él se podía ver siempre y con perturbadora claridad -más claridad que la deseable por los playenses-, fuera donde fuera, una casa próxima a un árbol y, en perspectiva, una cordillera, el típico dibujo de un pequeño escolar que ha vacacionado en el campo y que después se cree especial porque todos los dibujos de sus compañeros han sido sobre playas.

(Abro un paréntesis para contar el caso de un hombre que cuando niño dibujó un campo, lo que más tarde determinaría su concepción de la realidad:

Tomás Goicolea, reconocido profesor de Pensamiento Histórico de la facultad de Historia de una universidad de cuyo nombre no me quiero acordar, vivió profundamente convencido de que la historia empezaba cuando él nacía y el gran Apocalipsis no significaba otra cosa que una metáfora sobre su muerte: una maravillosa metáfora, una maravillosa muerte. “Ojo con los adjetivos”, pensaba que habría pensado un Huidobro, un Borges, aquellos nombres que se le antojaban atemporales, anacrónicos, irreales, pues excedían los límites de lo propiamente histórico.

“Nada fuera de la Historia merece ser concebido en serio, sino apenas imaginado como estela de un paso imaginario”, aseguraba en las clases que impartía a sus alumnos. Sin embargo, lo que sus alumnos no alcanzaban a comprender era que cuando el profesor hablaba de Historia, en realidad hablaba de su propia experiencia, y que los textos que les hacía leer para las clases, de cuya autoría sólo él era responsable, no eran más que artículos críticos sobre su Diario de Vida –porque, para él, su Diario de Vida era La Gran Crónica del Tiempo, la única y verdadera Historia Universal.

Pasaba tardes enteras meditando, reflexionando en torno a la problemática del fin de la Historia, el fin de toda era, el inicio de lo que algunos de sus colegas daban en llamar, orgullosamente, la “Posthistoria”, tan laxamente como quien refiere, por decir algo, la postguerra.

A los siete dejó de asistir a la escuela. Cuando le preguntaban por la razón del abandono, su madre siempre respondía “es que mi niñito es muy autovalente”. Autovalente… ¿Dónde habría escuchado el término la señora? Seguramente, en alguna ridícula conversación con sus amistades.

La cosa es que, autovalente o no, Tomás nunca destacó por el equilibrio de su mente. Él decía que lograba dar con los puntos neurálgicos en cada texto, y que todos ellos convergían en la historiografía –que era su término favorito, oído a un profesor de historia que visitó a su madre, poco tiempo después de que su papá hubiese desaparecido.

Tomás no tenía amigos, pero sí muchos libros. Todos historiográficos, desde luego. Su favorito era “En busca del tiempo perdido”, una serie de, en total, siete documentos que para él atestiguaban su singular concepción de la Historia: la memoria del narrador, sus recuerdos y los vínculos que creaban entre ellos: su propia vida, su propia obra.

Un día, Tomás resolvió no creer en la prehistoria ni en una eventual posthistoria -ese día, por lo demás, no tiene nada que ver con la cronología que tiene o no tiene este relato. Otro día, sus postulados repercutieron en el campo de la Geografía: según su escuela de pensamiento, el mapamundi era un mapa de los lugares que sólo él recordaba haber visitado.

Gustaba terminar sus conferencias arengando a la audiencia: “se hace camino al andar”, decía, pero rehusaba la teoría de que el tal Machado fuera el creador del verso. Creía, más bien, que él era Antonio Machado en una de las tantas dimensiones de su propia mente: para él, todos los libros eran un montón de hojas en blanco, cuya escritura dependía de lo que él proyectaba en esas páginas en un momento dado de su existencia, plena y poderosamente consciente. En otras palabras -pero no en unas muy esclarecedoras-, las páginas escritas eran la viva manifestación de la idea que el pudiera tener en mente en el momento exacto en que abría un libro y lo leía. ¡Y vaya que leía! -el problema radicaba en que nadie sabía exactamente qué era lo que el profesor entendía durante la lectura, pero no había discusión sobre que su concepción del mundo resultaba estéticamente fascinante, y por ello la conmoción.

Siempre escéptico, murió un 31 de diciembre del año 2… En su epitafio no se escribió nada -¿quién lo iba a leer, si la historia empezaba y acababa con su existencia?- y hasta el fin de sus días ni a su madre le creyó que era mayor que él. Para Tomás, todas las cosas tenían su misma edad. Lo que variaba era su calidad, su caducidad.

“Tranquilícese”, le dijo un día su profesora de Kindergarten. Lo que pasó fue que Tomás estaba dibujando sus vacaciones y vio que su compañera de banco, que siempre lo perseguía para molestarlo, había pintado de azul toda la hoja, con el lápiz que él le había prestado. Tomás se puso a llorar. La profesora se le acercó y le preguntó: “¿qué te pasa, Tomás?”. Tomás le explicó, muy precariamente -como explican los niños de cinco con mentalidad de dos-, lo que había acontecido. Que esto sirva de subtítulo a sus llantos y alegatos entumecidos: su madre siempre le revisaba los útiles escolares cuando él llegaba a la casa, si le faltaba uno su madre lo castigaba y su compañera le había gastado casi toda la tinta scripta para después no pintar ninguna forma encima. Como la niña no le quiso devolver el lápiz, ambos forcejearon por este hasta que el objeto se rompió en dos. Su destino, entonces, era irremediablemente trágico.

La profesora, sin embargo, entendió todo de una manera muy particular: pensó que el niño Tomás lloraba porque no conocía el mar y porque le daba miedo lo que su compañera, dibujando, le quería mostrar.

Tomás no conocía el mar. El sexto sentido femenino de la profesora había sido útil para descubrir una verdad, pero una verdad inútil, porque no incidía para nada en la solución al problema del infante. Qué derroche de caridad.

La compañera le explicó a Tomás lo que era el mar. La madre le revisó los útiles escolares a Tomás. La madre le dijo a Tomás que le faltaba el lápiz azul. Tomás le dijo que sabía lo que era el mar. La madre mandó a Tomás a su pieza, castigado.

Las mujeres son de Venus y los hombres son de Marte. Ese martes habían castigado a un niño que, desde la ventana de su pieza, miraba fijamente el planeta luminoso, mientras escuchaba los gritos alegres de sus amigos que jugaban en la calle. Tomás pensó, contemplando ese punto brillante en el cielo, que su compañera era infinitamente perversa y que pedirle el lápiz para pintar el “mar” sólo había sido parte de su maléfico plan. Por eso, decidió no creer nunca más en ella, ni tampoco en su profesora, ni en su madre ni en nadie que no fuera él mismo.

Debido a la causa de ese castigo, Tomás siempre fue reticente a la idea de visitar la playa. Sólo iba al campo –de alguna manera su caso podría parecerse al de El Hancock, pero no, no en realidad, porque El Hancock era mucho más surrealista y su caso se manifestó de una forma completamente diferente. Algo así como lo que le sucedió a El Vanguardista… Pero esa es otra balada.

Cuando Tomás decidió ver el mar por vez primera, su postura ante el mundo se encontraba completamente articulada, por lo que concluyó lo siguiente: la manifestación del mar ante sus ojos no era más que la proyección de su trauma de infancia –se había leído unos libros de El Exigente, pero en realidad se había leído a él mismo.

Luego de ir a La Playa -el destino turístico menos solicitado del planeta Tierra, porque así lo definen las estadísticas de turismo nacional e internacional-, Tomás pasó a comprar un lápiz a un supermercado llamado “Los Superamigos”.

Cierro el paréntesis.)

El Hancock era un hombre solitario.

Su historia era bastante hija de puta.

Su campesina madre murió inmediatamente después de su parto, porque su tremenda cabeza le destruyó el cuerpo de indecorosa forma.

El Hancock vivió sus primeros años en el campo, junto a su padre, en la casa que en algún momento había sido de sus difuntos abuelos. Sin embargo, poco duró su estadía en el lugar porque, a sus cinco años, su padre se suicidó, justo antes de que él ingresara al colegio, destruido por la muerte de su esposa. Nunca pudo superar la partida de su amada, viendo todos los días la apariencia de su primogénito asesino.

No tenía tíos maternos y paterno sólo tenía uno: un viejo solterón que vivía en Santiago. Él fue el que se hizo cargo de El Hancock, llevándoselo a la ciudad e inscribiéndolo en una escuela pública muy mal catalogada.

Ahora, unas rimas no vendrían nada de mal:

El Hancock al salón de clases llegó, pero solo se quedó, porque con ninguno de esos mocosos rimó, juntó ni pegó, y en el último asiento de la sala se sentó. No tenía muchas posibilidades tampoco, ya que no quedaba otro pupitre disponible en la sala -como su tío era alcohólico, en la mañana de ese día no había dejado de beber y, por eso, no quiso llevar a su sobrino al colegio; entre eructos, sobresaltos, saltos, flatos y pedos le ordenó que se fuera solo al chiquillo de moledera ese, pero como su sobrino no conocía muy bien el camino al colegio, se desvió varias veces y no logró llegar a tiempo.

La profesora no lo presentó. De hecho, ni siquiera lo miró.

Como era el primer día de clases, los alumnos, siguiendo la tradición, comenzaron a dibujar sus vacaciones. El Hancock, que no sabía lo que eran las vacaciones, dibujó lo que siempre había visto: el campo.

La profesora, mientras los niños dibujaban, se paseaba por la sala, supervisando el trabajo de sus alumnos, y pensaba: “¡Pero qué despilfarro!”; “¡Qué cuota impaga!”; “¡Qué artefacto malo!”; “¿Si no es John Travolta?”.

Cuando se encontró próxima al asiento de El Hancock, le preguntó qué estaba dibujando, mirándolo no sin cierta repulsión (cierta verdadera repulsión).

-El campo puéh, maestra –le respondió El Hancock, con alta y campesina voz.

Los niños advirtieron el rural timbre del Hancock, razón por la cual no dejaron de molestarlo -mención aparte para su enorme cráneo y su cuerpo mitad robusto, mitad enjuto, enteramente enano, completamente chato.

El estigma de haber nacido en el campo fue materializándose, al punto de convertirse en una imagen pegada a él: donde fuera, la imagen de su dibujo de Kinder podía verse detrás de su cuerpo; donde sea que estuviera, podía contemplárselo de forma inmediata sobre el único lugar que su cabezota podía evocar: el campo.

El maltrato de sus compañeros nunca mermó, sino todo lo contrario. Esto provocó que el pobre campesino huérfano nunca intentara tener amigos, ni dentro ni fuera del colegio.

El Hancock no entró a la universidad. A pesar de que era muy estudioso, no era muy inteligente. Era muy tonto. Además, su preparación escolar pública no le servía de nada.

Durante el verano en que debía pensar qué debía hacer con su vida, su tío -que había sido internado en un hospital por una cirrosis fulminante- falleció. En su testamento, el difunto le heredó una casa y un supermercado que tenía en la localidad de La Playa. Como la casa de Santiago era arrendada, no tuvo más remedio que dejar la capital y mudarse a La Playa cuanto antes.

Como ven, no pudo pensar en nada. Al Hancock tampoco le importó mucho en verdad. Era una especie de nómade, sólo que a él su nomadismo se lo escogían, porque no lo querían ver en ninguna parte. “Eres una broma de la creación”, le dijo una vez un sacerdote.

Cuando llegó a La Playa, El Hancock se percató de detalles inexplicables como, por ejemplo, del nombre del supermercado, “Los Superamigos”: ni idea de por qué llevaba ese nombre. Si en el pasado había sido atendido por varias personas, si esas personas eran amigos, si eran súper amigos… No sabía nada de eso. Cuando él llegó, el supermercado aún estaba provisto, pero no tenía ningún funcionario. Quizá fuera que él, con su presencia, se encargara de ahuyentar a todo el mundo, sin excepción alguna.

El Hancock no sabía nada de negocios. Ni pensar en que fuera capataz. Lo único de lo que se creía capaz era de abrir el negocio y eso fue lo que hizo, pero nadie de La Playa se atrevió a entrar a comprar sus mercaderías en su supermercado, porque El Hancock era muy horrible. “Los Superamigos” se volvió un sitio triste y solitario, como él.

Pero dicen que no hay mal que dure mil años: entre los habitantes de La Playa se rumoreaba que al pueblo había llegado un turista. Un ilustre-intelectual-animal-racional.

El rumor se confirmó cuando los playenses advirtieron, con asombro, que una osada persona se atrevía a entrar al negocio de El Hancock. No se lo podían explicar.

Al entrar, el ilustre turista Tomás leyó “Cómo hacer amigos” sobre la tapa de un libro abierto, que escondía poca parte de la enorme cabeza de El Hancock, quien tan sentado, tan solo, tan absorto en la lectura, no advirtió que a su negocio había entrado un cliente.

-Disculpe. Señor.

El Hancock, al percatarse de que la voz se dirigía hacia él, tiró su libro al suelo con excitación y se incorporó en seguida.

-¡Mis disculpas! ¡No lo había visto entrar! –y se le escaparon unas lágrimas en los ojos, que no pudo ocultar.

Con una voz destemplada a causa de la gran emoción, que hacía crecer a su espíritu y a su corazón… O más bien, que hacía crecer a su espíritu o a su corazón… O mejor dicho, que hacía crecer a su fe… O que hacía crecer a su espíritu en el corazón de la fe… O ándate a la chucha, le dijo:

-Dígame, ¿en qué le puedo ayudar?

Mas, a pesar del cordial trato que él había tenido para con Tomás, a este le perturbó sobremanera el paisaje que El Hancock llevaba pegado tras de sí. Tomás no pudo aguantarse y le preguntó:

-¿Qué es eso que está detrás de usted?
-Es mi campo, patrón –le respondió El Hancock, un tanto avergonzado.
-Ya veo. En fin, déme un lápiz pasta azul y un cuadernillo.
-Aquí tiene. ¿Desea algo más? –le preguntó, volviendo a su éxtasis servicial, El Hancock.
-No. ¿Cuánto es?
-Señor, puede llevarse cuanto quiera de este local. Eche una miradita nomás. Si quiere le doy todo gratis, pero, por favor, sea mi amigo, se lo ruego, por favor…
-Señor, estoy dispuesto a pagarle el doble por el lápiz y el papel, pero déjeme tranquilo.
-Señor, yo sólo quiero ser su amigo, por favor… -le insistió El Hancock- Usted vino, entró, me miró…
-¡Señor! ¡Lo único que quiero es no ser su amigo! –le espetó Tomás- ¡Si no quiere mi dinero, entonces tome este dibujo y déjeme tranquilo! –y luego salió del supermercado, visiblemente irritado, porque por primera vez se había sentido cerca de aquello con que tantas veces se había enfrentado en sus libros historiográficos favoritos: “El nudo de la Historia” (la “H” era de su autoría, como todo lo demás en su vida, salvo este particular y determinante encuentro).

El Hancock vio que el dibujo que Tomás le había dejado no era más que una hoja de cuadernillo completamente rayada por el lápiz pasta azul.

Moraleja: “Ai a i a a i i i i o ia ” (Vicente Huidobro, Altazor).

lunes, 2 de marzo de 2009

Capítulo “Premium” (“pay per view”): Primera Parte y Final.

-Hola.
-¿Ah?
-78.
-No, amigo.

(Anónimo)


Antes de PP. JJ.... Los dinosaurios: “Jake consigue novia”.

-Maldita dinosauria, tráeme la cena. Apúrate.

Se llamaba de una forma, pero le decían El Apurado. Daba largos pasos y llegaba rápido. Hubo una vez en la que se encontró en apuros, pero resolvió todo rápidamente porque estaba apurado. Hubo una vez en que tuvo otro problema, inmediatamente después de eso que le pasó antes: llegó en la noche a su casa, al día siguiente fue navidad y se dieron los abrazos de año nuevo. Fin. “¡Apúrate ahora mismo, Apurado!”, le decía El Exigente, “¡Apúrate antes!”.


Después de antes de PP. JJ., entre ambos hemisferios del tiempo... “El nacimiento de los refranes” y “Los versos”.

"Mano que raya la que no se me mueve bien,
pie que mueve la que sí se te raya real",

le dijo, mientras arruinaba poco y nada de todo.

-Hay enfermeras entre tú y yo y nada más, Silvio -Silvio se llamaba El Apurado-; adjunto una carta:

Estimados enemigos,

cruzaron dos, omega, cien, pero nunca dos, omega, ciento uno. No dos, omega, ciento uno. Entiendan:

en algún punto cuadriculado
teñido bonito sobre celeste espinosa
(Espinosa era el apellido de El Apurado)
de la más manchada mente
siempre rubricó glucosa cosa
glucosas cosas muchas
lindas
feas
curiosas


Antes de después de antes de PP. JJ.… “Glucosas cosas”.

El Exigente exigía conocer las pesadillas de Silvio Espinosa (El Exigente era su psicoanalista, de la escuela de los rigurosos-exigentes). Un día, le exigió que se sentara en su sillón y lo hipnotizó rápidamente, tanto que El Apurado se hipnotizó solo, mucho antes de que apareciera el péndulo ante sus ojos, porque, además, El Exigente era un bueno para nada. Esto es una crítica social y tiene muchas comas. “Comas que están de más”, dijo El Editor, “y se cancela esta publicación”, agregó El Inquisidor, mandando a la hoguera a Juana de Arco y de defensa, a Franz Beckenbauer (Beckenbauer era el apellido materno de El Exigente). "¡Vamos!", no dijo nadie.


En la pesadilla de Silvio "El Apurado" Espinosa… “Un caracol”.

El Apurado debía dormir apurado porque siempre estaba apurado, ese era el motivo para que presupuestara ocho minutos diarios de sueño. Sumado a esto, el hecho de que El Apurado no tuviera tiempo suficiente para procesar los estímulos recibidos durante su vigilia, daban como resultado un sueño particularmente monótono: Ex nihilo, Silvio estaba en un pasillo. Para salir de este, Silvio debía simplemente abrir una puerta que se encontraba al fondo. Sin embargo, el sueño se tornaba pesadilla cuando descubría que él ya no era un ser humano, sino un caracol.

"Lo más kafkiano de todo", apuntaba El Literato, "no era el llegar al fondo del pasillo: era el darse cuenta de que, al llegar al final de este, la puerta se encontraba cerrada, como caracol no tenía manos y, entonces, dado su curioso caso, cómo chucha iba a abrir una puerta con ese gelatinoso cuerpo suyo" -como El Literato se creía Superman y Superlemebel, Superpostmodern a fin de cuentas, se arrogaba el derecho de ser grosero y de arruinar el espectacular metarrelato de los Policías Jóvenes-, pero El Literato dió sus teorías mil años después de que El Exigente se aventurara a esgrimir su primer diagnóstico: "El Apurado es apurado porque, debido a la onírica transmutación de sus traumas, los cuales se manifiestan para no permitirle ingresar a aquella tormentosa realidad que sucede con pasmosa inmediatez en flujo constante en cada nuevo día de su vida, le cuesta mucho abrir la puerta siendo un caracol y se despierta tarde para todo. A El Apurado deberían decirle El Atrasado", pero El Apurado no tenía tiempo para escuchar palabras y, por lo tanto, El Exigente era un bueno para nada.


Después de PP. JJ.… Los dinosaurios: “Jake consigue novia”.

-Maldita dinosauria del futuro, tráeme la cena -Jake era tu nombre.


Durante PP. JJ.… Capítulo “Premium” (“pay per view”): Primera Parte y Final.