martes, 7 de julio de 2009

Acto y potencia grado tres.

Científicos de la Universidad de Oxford, según una nueva categorización de las relaciones interpersonales, la que ha sido aprobada por el Tribunal de la Haya, cuya labor, que todo lo vence en asuntos internacionales y que excede lo meramente legislativo, trascendiendo hacia horizontes inconmensurables, han hecho mucho poquito y nada respecto de la sociedad en Chile. Aun así, han llegado a la conclusión de que no son científicos, pero sí muy amigos, y “en tronos de oro se van perdiendo los tesoros”, así que no sabemos con exactitud de qué va todo esto.

Los amigos, otrora científicos, han observado sin tanta minuciosidad, pero con mucho mayor optimismo, que, al pasar los años, se han vuelto más amigos. A su vez, descubrieron que, entre sí, unos compartían cosas que otros no.

“Es lo que las culturas precolombinas denominaron amor, o Roma, no lo sé, estoy muy confundido”, aseveró, campante, Oscar -alias El Premio Oscar.

Entre otras fruslerías, nos compartió el hallazgo en una entrevista en vivo, como todas las entrevistas que no han dejado de ser: “a partir de la observación de las conductas ligadas al instinto primario de conservación de la especie, alias 'cobijar al Bambi', en el ámbito de las relaciones interpersonales entre los sujetos que circunscribimos al segmento etario que denominamos 'adolescente', desde un enfoque psico-social, hemos podido fijar dos grandes tipos de subjetivaciones del otro en tanto otro (obviando a Rimbaud y a Shan Tsung, que en cualquier momento deviene Rimbaud): el otro como potencia y el otro como acto. En resumidas cuentas, aquel que te podría servir y aquel que no te sirve. Sucintamente, aquel que te gustaría y aquel que no. Pero eso es solo una parte. No se vayan, no soy un idiota. Por favor. Si empiezan una entrevista… No, no, no es así, ustedes son periodistas, hagan su trabajo… ¿Y ustedes? ¿Y ustedes? Ustedes también… Terminen lo que empezaron… ¿Y qué les estoy diciendo yo?... Váyanse a la conchesumadre”, y los periodistas perdimos.

domingo, 15 de marzo de 2009

Los Superamigos.

“El Hancock” (por su parecido nada similar con el actor Will Smith), le decían los lugareños de La Playa que lo vieron llegar un día con su tremenda cabeza, con sus ojos sobre sus lentes, con su cuerpo pequeño y delgado -salvo la parte de los brazos, los pectorales y los hombros- y con su paisaje de fondo, que si no era la bella y permanente representación de su pasado, entonces qué cosa era: detrás de él se podía ver siempre y con perturbadora claridad -más claridad que la deseable por los playenses-, fuera donde fuera, una casa próxima a un árbol y, en perspectiva, una cordillera, el típico dibujo de un pequeño escolar que ha vacacionado en el campo y que después se cree especial porque todos los dibujos de sus compañeros han sido sobre playas.

(Abro un paréntesis para contar el caso de un hombre que cuando niño dibujó un campo, lo que más tarde determinaría su concepción de la realidad:

Tomás Goicolea, reconocido profesor de Pensamiento Histórico de la facultad de Historia de una universidad de cuyo nombre no me quiero acordar, vivió profundamente convencido de que la historia empezaba cuando él nacía y el gran Apocalipsis no significaba otra cosa que una metáfora sobre su muerte: una maravillosa metáfora, una maravillosa muerte. “Ojo con los adjetivos”, pensaba que habría pensado un Huidobro, un Borges, aquellos nombres que se le antojaban atemporales, anacrónicos, irreales, pues excedían los límites de lo propiamente histórico.

“Nada fuera de la Historia merece ser concebido en serio, sino apenas imaginado como estela de un paso imaginario”, aseguraba en las clases que impartía a sus alumnos. Sin embargo, lo que sus alumnos no alcanzaban a comprender era que cuando el profesor hablaba de Historia, en realidad hablaba de su propia experiencia, y que los textos que les hacía leer para las clases, de cuya autoría sólo él era responsable, no eran más que artículos críticos sobre su Diario de Vida –porque, para él, su Diario de Vida era La Gran Crónica del Tiempo, la única y verdadera Historia Universal.

Pasaba tardes enteras meditando, reflexionando en torno a la problemática del fin de la Historia, el fin de toda era, el inicio de lo que algunos de sus colegas daban en llamar, orgullosamente, la “Posthistoria”, tan laxamente como quien refiere, por decir algo, la postguerra.

A los siete dejó de asistir a la escuela. Cuando le preguntaban por la razón del abandono, su madre siempre respondía “es que mi niñito es muy autovalente”. Autovalente… ¿Dónde habría escuchado el término la señora? Seguramente, en alguna ridícula conversación con sus amistades.

La cosa es que, autovalente o no, Tomás nunca destacó por el equilibrio de su mente. Él decía que lograba dar con los puntos neurálgicos en cada texto, y que todos ellos convergían en la historiografía –que era su término favorito, oído a un profesor de historia que visitó a su madre, poco tiempo después de que su papá hubiese desaparecido.

Tomás no tenía amigos, pero sí muchos libros. Todos historiográficos, desde luego. Su favorito era “En busca del tiempo perdido”, una serie de, en total, siete documentos que para él atestiguaban su singular concepción de la Historia: la memoria del narrador, sus recuerdos y los vínculos que creaban entre ellos: su propia vida, su propia obra.

Un día, Tomás resolvió no creer en la prehistoria ni en una eventual posthistoria -ese día, por lo demás, no tiene nada que ver con la cronología que tiene o no tiene este relato. Otro día, sus postulados repercutieron en el campo de la Geografía: según su escuela de pensamiento, el mapamundi era un mapa de los lugares que sólo él recordaba haber visitado.

Gustaba terminar sus conferencias arengando a la audiencia: “se hace camino al andar”, decía, pero rehusaba la teoría de que el tal Machado fuera el creador del verso. Creía, más bien, que él era Antonio Machado en una de las tantas dimensiones de su propia mente: para él, todos los libros eran un montón de hojas en blanco, cuya escritura dependía de lo que él proyectaba en esas páginas en un momento dado de su existencia, plena y poderosamente consciente. En otras palabras -pero no en unas muy esclarecedoras-, las páginas escritas eran la viva manifestación de la idea que el pudiera tener en mente en el momento exacto en que abría un libro y lo leía. ¡Y vaya que leía! -el problema radicaba en que nadie sabía exactamente qué era lo que el profesor entendía durante la lectura, pero no había discusión sobre que su concepción del mundo resultaba estéticamente fascinante, y por ello la conmoción.

Siempre escéptico, murió un 31 de diciembre del año 2… En su epitafio no se escribió nada -¿quién lo iba a leer, si la historia empezaba y acababa con su existencia?- y hasta el fin de sus días ni a su madre le creyó que era mayor que él. Para Tomás, todas las cosas tenían su misma edad. Lo que variaba era su calidad, su caducidad.

“Tranquilícese”, le dijo un día su profesora de Kindergarten. Lo que pasó fue que Tomás estaba dibujando sus vacaciones y vio que su compañera de banco, que siempre lo perseguía para molestarlo, había pintado de azul toda la hoja, con el lápiz que él le había prestado. Tomás se puso a llorar. La profesora se le acercó y le preguntó: “¿qué te pasa, Tomás?”. Tomás le explicó, muy precariamente -como explican los niños de cinco con mentalidad de dos-, lo que había acontecido. Que esto sirva de subtítulo a sus llantos y alegatos entumecidos: su madre siempre le revisaba los útiles escolares cuando él llegaba a la casa, si le faltaba uno su madre lo castigaba y su compañera le había gastado casi toda la tinta scripta para después no pintar ninguna forma encima. Como la niña no le quiso devolver el lápiz, ambos forcejearon por este hasta que el objeto se rompió en dos. Su destino, entonces, era irremediablemente trágico.

La profesora, sin embargo, entendió todo de una manera muy particular: pensó que el niño Tomás lloraba porque no conocía el mar y porque le daba miedo lo que su compañera, dibujando, le quería mostrar.

Tomás no conocía el mar. El sexto sentido femenino de la profesora había sido útil para descubrir una verdad, pero una verdad inútil, porque no incidía para nada en la solución al problema del infante. Qué derroche de caridad.

La compañera le explicó a Tomás lo que era el mar. La madre le revisó los útiles escolares a Tomás. La madre le dijo a Tomás que le faltaba el lápiz azul. Tomás le dijo que sabía lo que era el mar. La madre mandó a Tomás a su pieza, castigado.

Las mujeres son de Venus y los hombres son de Marte. Ese martes habían castigado a un niño que, desde la ventana de su pieza, miraba fijamente el planeta luminoso, mientras escuchaba los gritos alegres de sus amigos que jugaban en la calle. Tomás pensó, contemplando ese punto brillante en el cielo, que su compañera era infinitamente perversa y que pedirle el lápiz para pintar el “mar” sólo había sido parte de su maléfico plan. Por eso, decidió no creer nunca más en ella, ni tampoco en su profesora, ni en su madre ni en nadie que no fuera él mismo.

Debido a la causa de ese castigo, Tomás siempre fue reticente a la idea de visitar la playa. Sólo iba al campo –de alguna manera su caso podría parecerse al de El Hancock, pero no, no en realidad, porque El Hancock era mucho más surrealista y su caso se manifestó de una forma completamente diferente. Algo así como lo que le sucedió a El Vanguardista… Pero esa es otra balada.

Cuando Tomás decidió ver el mar por vez primera, su postura ante el mundo se encontraba completamente articulada, por lo que concluyó lo siguiente: la manifestación del mar ante sus ojos no era más que la proyección de su trauma de infancia –se había leído unos libros de El Exigente, pero en realidad se había leído a él mismo.

Luego de ir a La Playa -el destino turístico menos solicitado del planeta Tierra, porque así lo definen las estadísticas de turismo nacional e internacional-, Tomás pasó a comprar un lápiz a un supermercado llamado “Los Superamigos”.

Cierro el paréntesis.)

El Hancock era un hombre solitario.

Su historia era bastante hija de puta.

Su campesina madre murió inmediatamente después de su parto, porque su tremenda cabeza le destruyó el cuerpo de indecorosa forma.

El Hancock vivió sus primeros años en el campo, junto a su padre, en la casa que en algún momento había sido de sus difuntos abuelos. Sin embargo, poco duró su estadía en el lugar porque, a sus cinco años, su padre se suicidó, justo antes de que él ingresara al colegio, destruido por la muerte de su esposa. Nunca pudo superar la partida de su amada, viendo todos los días la apariencia de su primogénito asesino.

No tenía tíos maternos y paterno sólo tenía uno: un viejo solterón que vivía en Santiago. Él fue el que se hizo cargo de El Hancock, llevándoselo a la ciudad e inscribiéndolo en una escuela pública muy mal catalogada.

Ahora, unas rimas no vendrían nada de mal:

El Hancock al salón de clases llegó, pero solo se quedó, porque con ninguno de esos mocosos rimó, juntó ni pegó, y en el último asiento de la sala se sentó. No tenía muchas posibilidades tampoco, ya que no quedaba otro pupitre disponible en la sala -como su tío era alcohólico, en la mañana de ese día no había dejado de beber y, por eso, no quiso llevar a su sobrino al colegio; entre eructos, sobresaltos, saltos, flatos y pedos le ordenó que se fuera solo al chiquillo de moledera ese, pero como su sobrino no conocía muy bien el camino al colegio, se desvió varias veces y no logró llegar a tiempo.

La profesora no lo presentó. De hecho, ni siquiera lo miró.

Como era el primer día de clases, los alumnos, siguiendo la tradición, comenzaron a dibujar sus vacaciones. El Hancock, que no sabía lo que eran las vacaciones, dibujó lo que siempre había visto: el campo.

La profesora, mientras los niños dibujaban, se paseaba por la sala, supervisando el trabajo de sus alumnos, y pensaba: “¡Pero qué despilfarro!”; “¡Qué cuota impaga!”; “¡Qué artefacto malo!”; “¿Si no es John Travolta?”.

Cuando se encontró próxima al asiento de El Hancock, le preguntó qué estaba dibujando, mirándolo no sin cierta repulsión (cierta verdadera repulsión).

-El campo puéh, maestra –le respondió El Hancock, con alta y campesina voz.

Los niños advirtieron el rural timbre del Hancock, razón por la cual no dejaron de molestarlo -mención aparte para su enorme cráneo y su cuerpo mitad robusto, mitad enjuto, enteramente enano, completamente chato.

El estigma de haber nacido en el campo fue materializándose, al punto de convertirse en una imagen pegada a él: donde fuera, la imagen de su dibujo de Kinder podía verse detrás de su cuerpo; donde sea que estuviera, podía contemplárselo de forma inmediata sobre el único lugar que su cabezota podía evocar: el campo.

El maltrato de sus compañeros nunca mermó, sino todo lo contrario. Esto provocó que el pobre campesino huérfano nunca intentara tener amigos, ni dentro ni fuera del colegio.

El Hancock no entró a la universidad. A pesar de que era muy estudioso, no era muy inteligente. Era muy tonto. Además, su preparación escolar pública no le servía de nada.

Durante el verano en que debía pensar qué debía hacer con su vida, su tío -que había sido internado en un hospital por una cirrosis fulminante- falleció. En su testamento, el difunto le heredó una casa y un supermercado que tenía en la localidad de La Playa. Como la casa de Santiago era arrendada, no tuvo más remedio que dejar la capital y mudarse a La Playa cuanto antes.

Como ven, no pudo pensar en nada. Al Hancock tampoco le importó mucho en verdad. Era una especie de nómade, sólo que a él su nomadismo se lo escogían, porque no lo querían ver en ninguna parte. “Eres una broma de la creación”, le dijo una vez un sacerdote.

Cuando llegó a La Playa, El Hancock se percató de detalles inexplicables como, por ejemplo, del nombre del supermercado, “Los Superamigos”: ni idea de por qué llevaba ese nombre. Si en el pasado había sido atendido por varias personas, si esas personas eran amigos, si eran súper amigos… No sabía nada de eso. Cuando él llegó, el supermercado aún estaba provisto, pero no tenía ningún funcionario. Quizá fuera que él, con su presencia, se encargara de ahuyentar a todo el mundo, sin excepción alguna.

El Hancock no sabía nada de negocios. Ni pensar en que fuera capataz. Lo único de lo que se creía capaz era de abrir el negocio y eso fue lo que hizo, pero nadie de La Playa se atrevió a entrar a comprar sus mercaderías en su supermercado, porque El Hancock era muy horrible. “Los Superamigos” se volvió un sitio triste y solitario, como él.

Pero dicen que no hay mal que dure mil años: entre los habitantes de La Playa se rumoreaba que al pueblo había llegado un turista. Un ilustre-intelectual-animal-racional.

El rumor se confirmó cuando los playenses advirtieron, con asombro, que una osada persona se atrevía a entrar al negocio de El Hancock. No se lo podían explicar.

Al entrar, el ilustre turista Tomás leyó “Cómo hacer amigos” sobre la tapa de un libro abierto, que escondía poca parte de la enorme cabeza de El Hancock, quien tan sentado, tan solo, tan absorto en la lectura, no advirtió que a su negocio había entrado un cliente.

-Disculpe. Señor.

El Hancock, al percatarse de que la voz se dirigía hacia él, tiró su libro al suelo con excitación y se incorporó en seguida.

-¡Mis disculpas! ¡No lo había visto entrar! –y se le escaparon unas lágrimas en los ojos, que no pudo ocultar.

Con una voz destemplada a causa de la gran emoción, que hacía crecer a su espíritu y a su corazón… O más bien, que hacía crecer a su espíritu o a su corazón… O mejor dicho, que hacía crecer a su fe… O que hacía crecer a su espíritu en el corazón de la fe… O ándate a la chucha, le dijo:

-Dígame, ¿en qué le puedo ayudar?

Mas, a pesar del cordial trato que él había tenido para con Tomás, a este le perturbó sobremanera el paisaje que El Hancock llevaba pegado tras de sí. Tomás no pudo aguantarse y le preguntó:

-¿Qué es eso que está detrás de usted?
-Es mi campo, patrón –le respondió El Hancock, un tanto avergonzado.
-Ya veo. En fin, déme un lápiz pasta azul y un cuadernillo.
-Aquí tiene. ¿Desea algo más? –le preguntó, volviendo a su éxtasis servicial, El Hancock.
-No. ¿Cuánto es?
-Señor, puede llevarse cuanto quiera de este local. Eche una miradita nomás. Si quiere le doy todo gratis, pero, por favor, sea mi amigo, se lo ruego, por favor…
-Señor, estoy dispuesto a pagarle el doble por el lápiz y el papel, pero déjeme tranquilo.
-Señor, yo sólo quiero ser su amigo, por favor… -le insistió El Hancock- Usted vino, entró, me miró…
-¡Señor! ¡Lo único que quiero es no ser su amigo! –le espetó Tomás- ¡Si no quiere mi dinero, entonces tome este dibujo y déjeme tranquilo! –y luego salió del supermercado, visiblemente irritado, porque por primera vez se había sentido cerca de aquello con que tantas veces se había enfrentado en sus libros historiográficos favoritos: “El nudo de la Historia” (la “H” era de su autoría, como todo lo demás en su vida, salvo este particular y determinante encuentro).

El Hancock vio que el dibujo que Tomás le había dejado no era más que una hoja de cuadernillo completamente rayada por el lápiz pasta azul.

Moraleja: “Ai a i a a i i i i o ia ” (Vicente Huidobro, Altazor).

lunes, 2 de marzo de 2009

Capítulo “Premium” (“pay per view”): Primera Parte y Final.

-Hola.
-¿Ah?
-78.
-No, amigo.

(Anónimo)


Antes de PP. JJ.... Los dinosaurios: “Jake consigue novia”.

-Maldita dinosauria, tráeme la cena. Apúrate.

Se llamaba de una forma, pero le decían El Apurado. Daba largos pasos y llegaba rápido. Hubo una vez en la que se encontró en apuros, pero resolvió todo rápidamente porque estaba apurado. Hubo una vez en que tuvo otro problema, inmediatamente después de eso que le pasó antes: llegó en la noche a su casa, al día siguiente fue navidad y se dieron los abrazos de año nuevo. Fin. “¡Apúrate ahora mismo, Apurado!”, le decía El Exigente, “¡Apúrate antes!”.


Después de antes de PP. JJ., entre ambos hemisferios del tiempo... “El nacimiento de los refranes” y “Los versos”.

"Mano que raya la que no se me mueve bien,
pie que mueve la que sí se te raya real",

le dijo, mientras arruinaba poco y nada de todo.

-Hay enfermeras entre tú y yo y nada más, Silvio -Silvio se llamaba El Apurado-; adjunto una carta:

Estimados enemigos,

cruzaron dos, omega, cien, pero nunca dos, omega, ciento uno. No dos, omega, ciento uno. Entiendan:

en algún punto cuadriculado
teñido bonito sobre celeste espinosa
(Espinosa era el apellido de El Apurado)
de la más manchada mente
siempre rubricó glucosa cosa
glucosas cosas muchas
lindas
feas
curiosas


Antes de después de antes de PP. JJ.… “Glucosas cosas”.

El Exigente exigía conocer las pesadillas de Silvio Espinosa (El Exigente era su psicoanalista, de la escuela de los rigurosos-exigentes). Un día, le exigió que se sentara en su sillón y lo hipnotizó rápidamente, tanto que El Apurado se hipnotizó solo, mucho antes de que apareciera el péndulo ante sus ojos, porque, además, El Exigente era un bueno para nada. Esto es una crítica social y tiene muchas comas. “Comas que están de más”, dijo El Editor, “y se cancela esta publicación”, agregó El Inquisidor, mandando a la hoguera a Juana de Arco y de defensa, a Franz Beckenbauer (Beckenbauer era el apellido materno de El Exigente). "¡Vamos!", no dijo nadie.


En la pesadilla de Silvio "El Apurado" Espinosa… “Un caracol”.

El Apurado debía dormir apurado porque siempre estaba apurado, ese era el motivo para que presupuestara ocho minutos diarios de sueño. Sumado a esto, el hecho de que El Apurado no tuviera tiempo suficiente para procesar los estímulos recibidos durante su vigilia, daban como resultado un sueño particularmente monótono: Ex nihilo, Silvio estaba en un pasillo. Para salir de este, Silvio debía simplemente abrir una puerta que se encontraba al fondo. Sin embargo, el sueño se tornaba pesadilla cuando descubría que él ya no era un ser humano, sino un caracol.

"Lo más kafkiano de todo", apuntaba El Literato, "no era el llegar al fondo del pasillo: era el darse cuenta de que, al llegar al final de este, la puerta se encontraba cerrada, como caracol no tenía manos y, entonces, dado su curioso caso, cómo chucha iba a abrir una puerta con ese gelatinoso cuerpo suyo" -como El Literato se creía Superman y Superlemebel, Superpostmodern a fin de cuentas, se arrogaba el derecho de ser grosero y de arruinar el espectacular metarrelato de los Policías Jóvenes-, pero El Literato dió sus teorías mil años después de que El Exigente se aventurara a esgrimir su primer diagnóstico: "El Apurado es apurado porque, debido a la onírica transmutación de sus traumas, los cuales se manifiestan para no permitirle ingresar a aquella tormentosa realidad que sucede con pasmosa inmediatez en flujo constante en cada nuevo día de su vida, le cuesta mucho abrir la puerta siendo un caracol y se despierta tarde para todo. A El Apurado deberían decirle El Atrasado", pero El Apurado no tenía tiempo para escuchar palabras y, por lo tanto, El Exigente era un bueno para nada.


Después de PP. JJ.… Los dinosaurios: “Jake consigue novia”.

-Maldita dinosauria del futuro, tráeme la cena -Jake era tu nombre.


Durante PP. JJ.… Capítulo “Premium” (“pay per view”): Primera Parte y Final.

martes, 24 de febrero de 2009

Capítulo 21: Nuevo desplazamiento.

-¿Aló? ¿Loquillo? ¡Maestro, hueón! Oye, ¿dónde estás? ¡Buena! –Erick sonrió y me levantó el pulgar de la aprobación-. Oye, maestro, ¿podemos ir para allá con el Cristóbal? Es que nos dejaron súper penositos aquí los maestros. Sí, súper rasca. Oye, pero… ¿Podemos ir para allá? ¡Buena! Allá te cuento lo que pasó, ¿vale? Te llamo cuando lleguemos al terminal. Nos vemos, maestro.
-¿Nos vamos ahora? –le pregunté a Erick.
-Sí –me respondió, determinante.

Erick me hablaba al mismo tiempo que guardaba sus cosas en su maleta. Yo lo seguía de un lado a otro, sin comprender absolutamente nada.

-¿Pero por qué tanto apuro?
-¿Cómo que por qué?

Quizá no me había enterado de algo. Repasé el papel escrito por Coke, pero sólo me parecía el escrito de un drogadicto. Sabía por experiencia propia que a los drogadictos no había que tomarlos en serio cuando se volvían escritores o apocalípticos o las dos cosas juntas. Yo había estado en situaciones similares tantas veces y al final me arrepentía siempre de las dramáticas ideas en las que era parte activa.

En una ocasión, llegué a mi casa con un amigo, ambos en un estado completamente marginal. Estábamos hablándonos el uno al otro al mismo tiempo, cuando de improviso surgió la idea de escribir una historia sobre un grupo de jóvenes que se veían involucrados en el asesinato de uno de sus amigos. El desarrollo de los acontecimientos tendría un sólo sustrato común: ellos no recordarían cómo había sucedido el delito, pero estarían seguros de que en la escena del crimen participaba otra persona, razón por la cual se provocaría una competencia entre unos y el otro por demostrar la culpabilidad ajena. La ridiculez de esta historia pseudo policial, pseudo detectivesca, debía ser el fiel reflejo de una sociedad ávida de criminales, hambrienta por señalar a una persona y convertirla en el paradigma de lo out en la ley de moda, para así poder reafirmar sus propios valores. La forma de este montaje debía ser la forma de nuestro relato y para ello, tomaríamos como ejemplo la televisión. Los personajes debían padecer inconcientemente del espectáculo que ofrecía y era nuestra sociedad. Por eso, su actuar cotidiano debía convertirse siempre en un evento representado. La idea era que el producto final de esta historia causara cáncer en los lectores que esperaban ver purgado el caos de lo espectacular en obras literarias y artísticas, sobre todo con el juego azaroso de perspectivas que debíamos lograr al co-escribir una historia sin demiurgo. El Apocalipsis del espectáculo era nuestro propósito. Sin embargo, nos dimos cuenta de que estábamos muy drogados y de que este discursillo nos sonaba adolescente y repetido. No creíamos en nada, ¿a quién engañábamos? La realidad, para nosotros, era autosuficiente. Nuestro juicio crítico podía ser o no ser, aquello no alteraba la esencia de las cosas. ¡Qué tontos fuimos!

-¿Estás listo? –me preguntó Erick.
-Sí, pero todavía no me dices a dónde vamos.
-A El Quisco, maestro.

Con el apuro, olvidé que la pregunta no era a dónde, sino por qué.

Un rato más tarde, partíamos en un bus desde el Terminal de Coquimbo. Al ritmo de los kilómetros por hora, nos despedíamos, junto con Erick, de esa calurosa ciudad, la cual nos había provisto de fatamorganas sin igual, pero de ideas para inculpar a Tata del asesinato de Ratón, ninguna -a esas alturas, daba lo mismo quién era el verdadero culpable o si acaso había en realidad un culpable, sólo nos hacía avanzar el ansia de convertirnos nuevamente en un punto ciego de la ley y para logar ese objetivo, teníamos que pintar a otro con los colores que correspondieran; ese otro era Tata, no había discusión al respecto.

Era el adiós. Una abrupta despedida. Abrupta como todas las cosas que nos sucedían últimamente. El destino era El Quisco y yo no entendía bien por qué, el por qué se acumulaba en mi mente y no me dejaba en paz. Pensé que, tal vez, mi naturaleza estaba impedida para entender la razón del movimiento. Comprendí el sufrimiento de Sísifo, pero miré a mi alrededor y comprobé que los estímulos de la realidad podían seguir progresando, permaneciendo o retrocediendo y yo no iba a notar el cambio sólo por empatizar con un sentimiento -de hecho, eso complicaba aún más el entendimiento del sentido, porque empatizar sólo equivalía a descansar, ignorante, en el flujo de las ideas. Yo no podía entender el por qué y, si no podía, para qué iba a intentar entenderlo.

-Mira –le dije a Erick, apuntándole un bote que navegaba en el mar.
-¡Los maestros! ¡Ahí están! ¿Se convirtieron en pescadores? ¿Por qué se convirtieron en pescadores?
-No sé.

lunes, 23 de febrero de 2009

Capítulo 20: A la deriva.

Desde el segundo piso, podía advertir el nerviosismo y las presencias desesperadamente silentes del primero. El terror ante manifiesto quietismo me hacía permanecer abrazado a mí mismo. La desesperación de mi abrazo se intensificaba y el dolor de huesos que experimentaba era sencillamente indescriptible.

Cerraba los ojos, pero no podía cerrarlos: era como mantener la vista apagada en mi cara dormida, pero el sueño no revelaba otra cosa que mi espantosa vigilia.

Mi cuerpo se transformaba en un nómade de las dimensiones en las que se realizaba mi propio cuerpo. Ya no estaba seguro de sentir lo que sentía ni de escuchar mi voz o la de otro en mi mente. Ya no sabía si mi mente era realmente mía. El narrador de aquel pretérito tiempo presente se confundía:

"Las cortinas tiñen de irónico color verde las paredes de la pieza en que Cristóbal, desnudo y sin ninguna esperanza, permanece acostado, sumergiendo a ratos su cara en sus sábanas. Sin embargo, Cristóbal siempre vuelve a emerger de su suave guarida, porque la verdad es que quisiera estar protegido de todo lo que ocurre, pero no sé si podría defenderme de un mundo que sucede estéticamente ambiguo, prescindiendo de mi vista sin ser el Dragón Shiryu.

"Con el terror floreciendo rosas negras en su piel, Cristóbal divisa una sombra que sube la escalera, avanzando hacia donde me encuentro. La sombra cruza el dintel de la puerta flameante de su pieza, zumbando como un pétalo, oscuro como sus rosas y por su negrura, me doy cuenta de que se trata de un aliado que trae información sobre los fatídicos acontecimientos de esta ominosa guerra, que no contempla adversarios ni afrentas, ni misiles ni guerra:

"-Mmmaaaeeessstrooo, me paré frente al essspeeejooo y viqueyomismoeraunfetoreflejado.

"'Maestro…', piensa Cristóbal. Podría ser Erick, pero no entiendo por qué me habla de esa forma.

"Esforzándose un poco, Cristóbal intuye, yo intuyo que los cambios de velocidad que el presunto Erick imprimió a su mensaje intentan transmitir, intentan transmitirme que la comunicación entre ellos, entre nosotros debe realizarse en secreto (puede ser que Tata esté escuchando). Así, se le ocurre, se me ocurre la idea de explicarle, de explicar lo que tienen, tenemos que hacer en rudimentario código Morse. Cristóbal, yo, se, me pongo de pie encima de la cama y comienza a golpear una pared con mis puños sin despegar en ningún momento su vista de esa sombra que ruego a los dioses de todas las religiones que sea Erick."

(Deus ex machina: Atenea, al oír el lamento de mi angustia alcanzar el tiempo y el espacio, decidió posar sus ojos en los míos. Su divina intervención permitió que reconociera a Erick. Sin embargo, el hecho de que la enigmática presencia se revelara como la de un Policía Joven no sirvió de mucho: él no comprendió en absoluto la intencionalidad de mis movimientos. Después de que me siguiera con atenta mirada, preguntó: “¿King-Kong?”.

-¡Entiende lo que te digo, por favor! -pero Erick no estaba para mímicas difíciles y resolvió que lo mejor era bajar de nuevo al primer piso.)

Lapsus: me di cuenta de que ya había amanecido y de que yo permanecía como una estatua, de pie sobre la cama. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero había sido el suficiente para que volviera a sentirme uno conmigo mismo, el suficiente para que volviera a ver las cosas como un neurótico estándar. Terminé mi proceso de tomar conciencia sacudiéndome como un estúpido. Luego, bajé a reunirme con mis colegas.

El televisor estaba encendido: en el noticiario, transmitían una protesta de funcionarios de la Policía de Investigaciones de Coquimbo, pero yo ya había perdido todo mi poder de asombro. En el sillón había una larva gigante y encima de la mesa, una hoja con una caligrafía horrenda y con una perfecta ortografía, de la cual se leía:

'Esta noche, varias patrullas policiales han transitado frente a nuestra casa. Junto a Claudio, sospechamos que lo que ocurre es síntoma de que ya se han efectuado suposiciones sobre nuestro secreto paradero. Claudio me advierte que quizá no nos quede mucho tiempo. Yo le pregunté por qué tiene esa cara de miedo. No me responde nada. Ahora me pregunta por qué escribo todo lo que pasa. Arranquemos'.

La larva del sillón transmutó en Erick. Me acerqué hasta donde él estaba:

-Decídete ser de una forma, fenómeno –le dije, y le pasé el papel que había encontrado en la mesa.

Mientras Erick leía, revisé todos los rincones de la casa, pero no encontré rastros de Coke o de Claudio.

Regresé hasta donde estaba Erick.

-¿Qué hacemos?

Erick se demoró un rato en responderme. Primero, se sentó. Luego, cruzó una de sus piernas sobre la otra. Finalmente, se llevó una mano al mentón. Toda esa parafernalia me convenció de que diría algo muy intelectual. No estaba equivocado. Sin previo aviso y con evidente alegría, se puso de pie y me gritó en la cara:

-¡El Loquillo!

domingo, 22 de febrero de 2009

Capítulo 19: The fear.

Ese día se hizo nada. La noche, todo. Colmados de figuras fantasmales como estábamos, no nos quedaba mucho más que confiar en la intuición de Cristóbal. Él, con precisión euclidiana, podía seguir con su mirada la meridiana pose de cada una de las almas nocturnas que poblaban la sala.

Todos esos extraños personajes que nos habían visitado habíanse transformado en plasma. Ghost Busters. Nosotros, por supuesto, no veíamos más que la avidez de Cristóbal al lanzarse a la caza fotográfica de esos movimientos supraterrenales, manifiesta en su cara y sus propios movimientos.

Luego de un rato -no sé si por obra de la santísima fe de Claudio o porque en las últimas horas no habíamos ingerido nada que no estuviera contemplado en nuestra estricta dieta a base de estupefacientes-, la cara de Cristóbal comenzó a parecernos más una calavera que un cráneo reforzado por humanidad y piel. Estábamos en la mitad de la madrugada y sus labios de rubí, de rojo carmenère, parecían murmurar que ya nunca más volveríamos a estar despiertos otra vez. Aquella lenta y pesada monotonía, que nos envolvía siempre hacia final de los días y que se nos aparecía ahora, en plena alborada, encarnada en la boca roja-pura-sangre de Cristóbal, terminó por coronar, como las guindas a las tortas de metáforas, lo que parecía un cadáver a causa del veneno de la vid otrora contenido en actuales vacías ánforas.

Despojados ya de toda humana realidad, presas de un sublime temor, presenciamos la anti-epifanía: la cabeza de nuestro amigo tornóse autónoma rebeldía, comenzando a bajar desde encima de sus hombros, como Cristo del calvario al no ser ario, yéndose su cuerpo tras de ella, una vez posada y giratoria, hasta desaparecer por la escalera, ambos en pos de una botella. Una vez solos los tres, bastó apenas mencionar a Préxades, la niña de la cara del revés (http://www.youtube.com/watch?v=3SJdVq2Yxac), para que aquella triple velada culminara con una sombría triple carcajada, inmediatamente ahogada por su propia resonancia.

viernes, 20 de febrero de 2009

Capítulo 18: After.

Las sirvientas, sin pantaletas; los del negocio, sin kimono; las sirenas, sin aletas y nosotros, sin psicosis ni presas frescas, sin ácidos ni metralletas. A eso de las ocho de la mañana, sólo Claudio con una radio en la cabeza o sólo una mosca gigante -sólo una de las dos posibilidades- irrumpía en la quieta escena, cuya quiescencia irreal devenía cuadro surreal, sin enmarcar ni decorar, pero pronto, ella también cayó al suelo y al silencio. Muy quieta se quedó. Nunca más voló. Se murió.

Me levanté y pisé a la mosca por precaución. Luego, me senté.

Los Policías seguíamos haciendo de las nuestras: decidíamos a cada segundo permanecer tendidos al sol o a un montón de ampolletas electras (en ese momento, era lo mismo), imaginando con miedo el poder llegar a ser eternos y no tener remedio ni recetas, inmersos como estábamos en Nuestra Gran Tragedia Griega.

Como era el único que quedaba despierto en ese momento pretérito, decidí hacerme cargo del tiempo -como Cristóbal, del niño eterno- escapando por adelantado, fuera de los límites de lo permitido en esa libidinal casa que Coquimbo había dispuesto para nosotros, de la misma forma en que Dios puso al hombre en el jardín terreno que semeja al cielo.

Estando afuera me puse a recordar las innumerables ocasiones en que quise lanzarme hacia el cielo, creyéndolo agua que reflejaba el cielo del mar, mientras el sol unía aquellas dimensiones como una maqueta escolar que nunca pude terminar…

Hasta que me aburrí de recordar y los fui a despertar a todos, pero la tristeza que no era medular en la tragedia ya no importaba más porque todos dormían dentro de sus cuerpos intactos de movimientos ajenos colmados de sobresaltos internos en un hospital soñando la sanidad y sus entrañas se revolvían en sus vientres de mármol y sus colmillos rígidos de elefantes asfixiados por treinta y seis horas de amor clavados en sus propias mentes a pesar de las toneladas que pesaban sus párpados ciegos a la luz de las lámparas fueron sacudidos sin sentido como las sirenas sonámbulas que cantando aturdían polillas marinas en la guerra de los sexos era la invitación a un sueño más profundo el secreto de una mujer que se escondió tras el velo del placer y la libertad que aprendió en una revista de belleza en pos de sueños masculinos en aquella bélica noche que se tornaba mediodía con un poco de Coca-cola con un poco de clorfenamina.

martes, 17 de febrero de 2009

Capítulo 17: Las treinta y seis horas de amor.

Era difícil determinar quién hablaba. Nos habíamos fumado en una hora lo que debía alcanzarnos para veinticuatro por tres, que es setenta y dos, pero a esa altura ya nadie alegaba, pues nos encontrábamos alto, muy alto en las alturas renegadas por los hombres que se conciben despojados de la inmortalidad de sus almas. Los lindes de la realidad, los contornos de los dibujos de los cuerpos, el yo y el otro, el amor y el odio, todo parecía, como en todos esos momentos de juvenil éxtasis, desvanecerse y convertirse en porro.

Estábamos, literalmente, echados en el sillón. Echados a nuestra suerte, que ya estaba echada. ¿Buena? ¿Mala?

Había varias sillas, otro sillón y, claro está, el suelo, pero preferimos arrimarnos todos a un mismo anzuelo. Sabíamos que ya pronto picarían, así que tanto mejor: había espacio suficiente para que pudieran deambular.

La primera fue la Mujer Metralleta, siempre tan correcta y tan coqueta. Grande fue nuestra sorpresa al darnos cuenta de que ya no esperaba a nadie, pues venía colgada del brazo de Loquillo, que en la mano del otro brazo (porque las manos son de los brazos) traía una pistola y los ácidos que le había prometido a Pablo. ¡Imagínense cómo se sintió El Paranoico, que del susto tomó a su esclavo-amigo de un brazo y lo arrojó sobre Loquillo, gritando como un loco que él no había sido!

Las sirenas nos servían vino de sus bocas y de sus ombligos escamosos, cortantes y profundos. Nosotros ni nos movíamos de nuestro sitio. El panorama era muy lindo (“¡Putas de mierda!”, pensé que habría pensado Ratón que sería bueno decir, para así desahogarse de la mierda en la que se ahogaba, diciendo algo que no podía decirse ni en ese momento, ni en ese lugar, ni en muchos otros, a saber: el patio de Letras o el Food Garden, que para nosotros era como el Jardín Gigante de Mundo Mágico, pero con peligros reales; pensé que pensábamos todos en nuestra propia mierda, y que recordábamos a Ratón como el Gran Mártir de nuestra era), pero no había tiempo suficiente como para pensar en pensar ni en pensar lo que otros pensaban, no fuera a ser cosa que los ejecutivos karatekas se tomaran el poder (el vino del poder, como le llamábamos nosotros).

lunes, 16 de febrero de 2009

Capítulo 16: Volver.

-Tenemos para tres días, cabros.

Una vez más, el tiempo se había vuelto una sola cosa. Nos parecían una banalidad los días y las horas. Vivíamos como inmersos en un constante flujo que condensaba pasado, presente y futuro en un mismo punto que deambulaba en un espacio trascendente: el de todos los ausentes: Ratón.

Habían pasado ya treinta horas desde la última vez que habíamos estado bajo el efecto de la lucidez, esa droga que tantos problemas nos había acarreado al hacernos recordar una y otra vez... Así que nos sentíamos bien, tranquilos, aunque la realidad en torno a nuestra tranquilidad parecía desesperar y girar y girar.

-¿Cómo están, chiquillos? –preguntó Coke, en esos tonos sensuales con los que suele acompañar ese tipo de frases en momentos inusuales.
-¿Trajeron drogas? –preguntó Cristóbal, como haciéndose el huevón, pero completamente inmerso en el jugueteo regalón.

Por supuesto, ellos habían traído. Habían bajado a la caleta, y entre marines mercantes, hermosas sirenas traicioneras y pancoras gigantes, habían logrado traer caleta, abriéndose paso para trazar un cauce. Así, el río y el mar habían chocado -el río sonaba (ergo, piedras llevaba)-, y a camotazo limpio Claudio y Coke lograron zafar con doce lucazos por trecientos pesos. ¿Los marines? Eran. La habían hecho de oro -que es lo más importante de todo, como dice Piñera.

-Y pensar que hace más de treinta horas que estamos en el mismo lugar –dijo uno.
-Tenemos que llegar a las treinta y seis –dijo otro.
-Las treinta y seis horas de amor –dijimos todos.

domingo, 15 de febrero de 2009

Capítulo 15: Depresiones noventeras.

No nos habíamos puesto tristes porque se oscurecía, tampoco por la música, pero conforme pasábamos de miradas calzadas a pies ciegos y cansados –que My Bloody Valentine, que Slowdive, que Chapterhouse– nos íbamos demacrando cada vez más. La vida nos parecía, de nuevo, una broma fatal y para colmo, el día había nacido cerrado, ahora que ya era tarde, y pensábamos que hubiésemos preferido penetrarlo. Cegados como estábamos por la niebla espesa que nos cubría desde las partes nobles a las lacayas -que a veces parecían duras como robles- no nos quedaba otra que resignarnos a quedarnos pegados a nuestras sillas de playa, bajo un techo de playa y dentro de nuestras penas de adolescente noventero, esbelto y canalla.

Pronto comenzamos a sentir hambre de absolutos, así que no nos llenábamos con nada. Deseábamos amar, pero no suicidarnos antes de tiempo. Qué mal. Y los niños-monstruos aún no llegaban.

-Los niños-monstruos aún no llegan –dijo Cristóbal.
-¿Quieres que formemos una familia-monstrua? –dije yo.
-¡Oh, tú, narrador! ¿Por qué nos refieres siempre en primera plural? –replicó Cristóbal, con su incisión habitual.

Y los fenómenos que no llegaban. Yo ya pensaba que las cicatrices y las sobredosis de Olanzapina, a diferencia de lo que pensaba mi psiquiatra, eran clamores de vida. Podrida, pero vida al fin y al cabo. Así fue cómo, de serenidad sufrida a euforia catatónica, mientras yo botaba cosas y Cristóbal declamaba poéticos insultos, ambos completamente descontrolados y doblemente nublados, ahora también por las cataratas que bajaban desde las cejas hasta nuestros labios, pasamos en menos de un segundo y tanto.

Sin embargo, no bien hubieron llegado Coke y Claudio, nos calmamos: somos los más fieles exponentes de la "Generación Espontánea".

jueves, 5 de febrero de 2009

Capítulo 14: Un maestro.

Les contaré mi historia: fumo para ser libre. Cada vez que fumo, el sentido de la responsabilidad se torna, primero, ansiedad; luego, serenidad; al final, vacuidad... Y vivo porque quiero, los colores los ordeno en el cielo. Después los desordeno y todo huele tan bien… La comida sabe tan bien como sus besos. El bien y el mal son tan buenos. El mundo entero se postra ante mí y huele mis pies, que también huelen bien, y las ideas fluyen por mis dedos hasta llegar al papel. Las demás se me olvidan, pero sé que ahí están, que el universo es su lugar y que es el mismo que el de Candy.

Era rica Candy. Era chica, pero cuando la veía yo tenía como su edad, así que no me miren feo. Además, el amor no tiene edad, sino, más bien, una especial capacidad de transmutar. Transmuta paulatinamente. Paula, tina, mente: Paula, que bella te ves en la tina, cuando cierro los ojos y te veo en mi mente. Ojala existieras afuera, en otro lugar que no fuera mi cabeza.

Siento haberme desviado del tema. Ahora mismo me voy hacia el otro lugar, allí donde las palabras no están en cursiva y el escribir semeja la realidad.


Ese día me pasó algo extraño: estaba tan volado que comencé a sentirme mal. Nunca me había pasado. Fue como salir de ese estado de letargo de la moral, verme entre tanta suciedad y levedad y sentir cómo la conciencia pesaba más que la mismísima Trinidad…

Tanto tiempo y dinero perdidos entre risas sin sentido, humos, polvos, líquidos y silbidos me hicieron recapacitar. Tomé mi chaqueta y salí a buscar drogas más interesantes que disfrutar, no sin antes bajarme el vino que había quedado del anterior festivo. A los pocos minutos volví. Me había ido mal, pero no se lo podía explicar. Mi intuitivo amigo Cristóbal me quiso consolar, recordándome a un antiguo personaje en la historia de nuestras vidas: Boris, ¡qué chaval!

Boris, Boris, Boris… Estuvimos toda la tarde hablando sobre Boris, un muchacho que había sido mi compañero en el colegio y con el que más tarde nos toparíamos los Policías Jóvenes en el otro colegio, el Pontificio.

Boris era bien amigo de Loquillo (Loquillo no fue al Pontificio, pero sí al Nacional). Junto con él y otros chiquillos –ahora solo recuerdo a Guagua, a Nufre, a Wally y a Servicial– fundaron un clan secreto. Yo nunca supe muy bien de qué iba. La cosa es que Loquillo terminó mal. Lo internaron. Estuvo cerca de diez meses en la UTI del Horwitz Barak –ese que tan bien pronunciaba Coke–. Los Policías desconocíamos el paradero de Boris; nunca tuvimos la oportunidad de darle las gracias por lo que sea que él le hubiese hecho a nuestro amigo.

Recuerdo que una vez, Boris me invitó a las canchas a fumarnos un Orange California. Me contó muchas cosas sobre él, porque decía que sabía que yo podía entenderlas. Que lo veía en mi tercer ojo, decía. Fue ese mismo día que yo supe que Boris padecía una extraña enfermedad: profanamente, podría decirse que estaba incapacitado para retener información estructuralmente compleja, excepto entre las cuatro y las ocho de la mañana (hora de Nueva York). Pero eso no era todo: también padecía de Hipersomnia Vespertina. Era bien complicada su situación. Más encima, siempre fue un gran fumador de marihuana y, como todos sabemos, –y aquí todos los Policías Jóvenes responden al unísono, pero en una forma harto particular de unisonoridad, por lo que se oye un rumor ininteligible que traduzco a continuación– “la marihuana afecta la memoria”.

Boris estudió Letras, al igual que la mayoría de los Policías Jóvenes.

(¿Qué cosa es Letras? Me da urticaria, como dice mi tía Adelaida. Odiaba tener que explicar qué cosa es Letras. Cuando se me agotó la imaginación y no pude seguir inventando chistes al respecto, me daba hasta pena que me lo preguntaran. Me sentía derrotado, y profundamente frustrado. Hasta que una vez oí a alguien decir que era una carrera en que nos preparaban para ser los grandes sofistas de la nueva escuela. Me gustó harto la idea. Continué repitiendo mis viejos chistes a modo de respuesta, pero cada vez que alguien se mostraba interesado en saber qué era lo que estudiaba, recordaba esas sabias palabras y me sentía aliviado).

Nunca supimos cómo lo hizo, pero estábamos seguros de que en la respuesta radicaba el éxito. Al menos, el suyo. Tratando de hilar sus ideas, lo que constituyó un discurso bastante caótico –según él, como todo discurso que emitía y que se tratase directamente de él mismo–, desarrolló una habilidad mnemotécnica fuera de serie. O dentro de una serie, pero de una bien larga. Un verdadero sacramento cognitivo.

En su peor época, podía vérselo sentado en el patio, en el pasto o en los pasillos, cual Buda concentrado, inmóvil, vegetando, germinando, brotando, re-naciendo, siempre diez o quince minutos antes de las pruebas. Cuando era tiempo, se levantaba y corría a ubicarse en la primera fila para vaciar sus pecados como un endemoniado, lo más rápido posible, para bajarse cuanto antes de la rueda que giraba, Samsara, rodando. Y el Karma y la Nueva Vida, y luego las mujeres y la lujuria empedernida. Pura vida.

Nunca tardaba más de diez minutos, y jamás omitía. El Noctámbulo Boris, le decían.

De eso hablábamos con Cristóbal, cuando de pronto se empezó a oscurecer. Nos pusimos tristes. Cristóbal me dijo que José de la Cruz (un amigo de él que estudiaba Filosofía) le había contado que El Noctámbulo Boris ahora dictaba unas cátedras en Harvard; que había hecho un doctorado en psicolingüística; que su tesis versaba sobre aspectos de la meta-cognición; que era famoso por exponer temas increíblemente complejos y densos en no más de diez o quince minutos y que no había espacio destinado para las preguntas del público; que lo ovacionaban y que ahora, en Chile, ya no lo editaba la Editorial Problema, sino la Universitaria. Yo le contesté a Cristóbal que sí po, que es como cuando te das cuenta de que la gente-masa responde menos certeramente que un animal a los problemas que le presenta su habitat, y lo dije de forma tal que la sílaba tónica fuera –tat para que se produjera la rima asonante con animal; también le dije que eso de que el hombre era el único animal que no tropezaba dos veces con la misma piedra era posible observarlo empíricamente, todos los días, en el metro, cuando los usuarios trataban de salir por una puerta que estaba mala –de esas que forman parte de un sistema doble de puertas, del cual no se puede abrir la segunda sin haber abierto la primera– y, en vez de devolverse y salir por otra, se quedaban tratando de abrir la misma maldita puerta. Cristóbal me respondió que sí po, que de más. Después me preguntó que qué tenía que ver todo eso con lo de El Noctámbulo Boris.

Mentira. No me preguntó nada.

De tanto hablar, terminamos relajados como en un baño de tina.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Capítulo 13: Las botellas mágicas.

La misión que había quedado asignada para cada comitiva era diferente la una de la otra: mientras que Coke y Claudio tenían que conseguir paraguas (a esa altura, eran paraguas o la muerte; paracaídas no había), Cristóbal y yo teníamos que conseguir la cerveza de las 11 A.m. en un supermercado y sin tener que pagar absolutamente nada, porque justo en ese momento se nos había olvidado el asunto del dinero en las sociedades capitalistas y mucho más tarde nos daríamos cuenta de que habíamos salido de la casa sin peso chileno alguno en los bolsillos.

De lo que sí éramos conscientes era de que la separación que habíamos efectuado marcaba un hito en nuestro viaje. Cada uno recordó en ese momento –lo sé– el día en que supimos quiénes éramos. Además, recordábamos a Ratón, pues por él hacíamos lo que hacíamos.

Deseábamos que todo esto fuera una pesadilla. Después deseábamos que mejor no, porque si no podíamos despertar, eventualmente nos podría haber llegado a pasar eso de “irse en el sueño” –imaginé a Tata como Freddy–, lo que habría sido como un sueño mojado, pero en sangre. Con todas esas ideas en nuestras cabezas, a mí lo que me parecía era que toda la ficción que vivíamos se volvía cada día más científica, al tiempo que apocalíptica, lo que nos ponía la piel de gallina sobre el tapete, pero como nos aburría hablar sobre cobardías, elegimos hablar disparates. Lo que pasa es que parte del genotipo de los Policías Jóvenes es rechazar la cobardía. ¡Imagínense el Apocalipsis ahora! No, gracias. No andábamos de ánimos para imaginar finales abruptos al estilo Crónicas de una muerte anunciada.

Entramos al supermercado entre paradojas y aporías, embotellados y vacíos. Era una de esas sucursales enormes que semejan moles (los “malls” o “moles”, en español for dummies, son grandes moles de acero crediticio, muy denso. Dentro, conviven cientos de especies de locales y tiendas de la más diversa índole. La heterotopía es muy explícita: comida, ropa, juguetes, línea blanca y electrónica). La señora que estaba en el lugar de la recepción de los envases nos miraba raramente, con unos ojos como de sandía y una cara de iguana resentida. Mente. Yo no sabía si nos estaba coqueteando o si era de esas personas a las que los torsos desnudos les parecen cosas de rebeldía.

El verdadero significado de la expresión de la señora se hizo evidente cuando nos retornó inmediatamente las botellas, mascullando “¿desean llevar cervezas retornables, dejando por ellas envases desechables, los jóvenes?”. Cristóbal saltó enfurecido. Comenzó a gritarle que en un país donde lo inflamable era lo flamable, los Simpsons eran como unos dioses y los poetas eran cobardes, poco se podía debatir en torno a lo retornable. Por supuesto, yo me contagié rápidamente de esa furia desatada en mi compañero, quien venía emergiendo de profundas cavernas caviladas con techos de estalactitas afiladas; solidarizando con la tristeza de sus reflexiones, más que con la pertinencia de sus emociones, tomé todas las botellas y las arrojé al piso, y no sé por qué extraño fenómeno se rompieron -al mismo tiempo- unos vidrios en el departamento de niños. No nos quedó más que correr. Hacia el departamento de niños, por supuesto.

Lo que pasó después, ni a mi memoria le interesa. Solo sé que en nuestras playeras tenidas, semidesnudos y calzando simpáticas chancletas, regresamos sanos y salvos a la guarida, sin un peso en los bolsillos, como al principio, pero cargados de cerveza. Nos instalamos en el living-cocina-comedor, en torno al Gran Sillón. Dejamos escurrirse un shoegaze por el colador de sonidos de los parlantes, de modo tal que el step by step de nuestra jornada jamás deviniera cámara rápida.

martes, 3 de febrero de 2009

Capítulo 12: Darse un tiempo.

Ahí estaban durmiendo Claudio y Coke, encima de unas bancas.

Cuando despertaron, Claudio decidió por todos nosotros: lo mejor sería que nos separáramos: Cristóbal y yo iríamos hacia la cordillera, Coke y él hacia la costa, para mojarse las molleras. A mí me preocupaba la idea de que fueran solos hacia la costa, porque el día anterior supe, por una fuente muy confiable que suele proveer de toda suerte de datos curiosos a los Policías Jóvenes, que en un cerro de Coquimbo había una mezquita. Cuando hay moros, la gente de la costa no sale. “Por algo será”, pensé. Pero en ese preciso momento no veía ni la Cruz del Tercer Milenio de lo poco ortodoxo de mi estado, por lo que decidí preocuparme de encaminar mi talante tras los pasos de Cristóbal, la intuición ambulante.

En una calle llamada “Los Pimientos”, condimentamos nuestra separación en comisiones con miradas nostálgicas, cual Seth y Evan se alejasen el uno del otro y se marchasen con sus respectivas parejas –juzgue usted quién el varón y quién la hembra. No volvimos a ver a Coke y a Claudio ese día sino hasta bien entrada la tarde en los dominios de La Antigua América. Noche, perdón. Y entre tanta imagen evocada, tantas responsabilidades ahogadas, surgió un vívido pensamiento: aquello que llamábamos tarde no era sino el nacimiento del ocaso, cuyos lindes lo separaban difusamente de la mañana, el nacimiento del día. Así, fueron la mañana y la tarde el primer día del resto del ocaso de nuestras vidas, esas vidas de antes de irnos a morir unas buenas noches.

jueves, 29 de enero de 2009

Capítulo 11: Disgresión / Despertar.

Tuve un sueño. Soñé que estaba con una actriz de TVN, y que aparecías tú. Me decías que no te importaba, que no eras celosa. Yo asentía y me dejaba besar. Y tú, como si nada. Pero, de pronto, llorabas. Y cuando lograba ver la primera lágrima, justo antes de que mojara tu mejilla y me quitaran la última costilla, yo me soltaba de sus garras de humo y farándula, y me volvía de cartulina. Me transformaba en un mural colgado en tu pieza, uno que tú pintabas con lápices de cera, y desde ahí todos los días te miraba.

Dos minutos me bastaron, porque en un sólo segundo de actividad cerebral un universo entero de espacios y tiempos se despierta en nuestra mente (sobre todo si se duerme). Y en dos minutos caben ciento veinte segundos. Calculen.

El sol estaba puesto en el mismo sitio donde lo había dejado antes de tener mi pequeña muerte (fenómeno de cuya naturaleza sólo Claudio podría hablar con certeza, así que yo no me aventuraría si fuera tú, que soy yo mismo, el que narra esta pieza). Para ser exactos, dos minutos más hacia el poniente; o sea, una leve desviación, imperceptible para cualquier ojo humano, menos para el de un Policía Joven, porque para nosotros los secretos del universo son tan cotidianos como las palmas de nuestras manos.

La sensación febril, aquella que acompañaba siempre mis despertares en medio de la sucesión de tiempos y espacios distorsionados que pasaban rápidos como alas de colibrí; la ganancia que cubría, como un velo en mis sentidos, todas las cosas; las vueltas y vueltas de la vida: todo era tal cual antes de dormir.

Fue entonces cuando sonó mi despertador. “Abre los ojos”, me dijo. Yo le dije que estaba despierto desde antes, que se ahorrara su sugerencia itinerante. Le expliqué lo del sol y también eso de los segundos en la mente. “Tómate esta chela conmigo”, replicó. “Se acabó la maestra”, le dije yo, y salimos al patio.

miércoles, 28 de enero de 2009

Capítulo 10: Un sueño.

Esa noche había sido extraña. Había asistido gente extraña. Un paranoico ario con su amigo esclavo, una mosca radiohediana; uno con su novia, una muy feliz pareja que venía de recorrer el mundo entre siestas. Había bomberos con carteras, sirvientas en pantaletas, putas viejas, un papa negro, oficinistas en kimono y unas sirenas mitad mujer mitad sierra. Además, una soltera que esperaba a una amiga que no llegaba. Ella hubiera sido la única que podría haber resaltado entre tanta maraña, de no haber sido porque su apariencia era igual de extraña. En realidad, era una metralla. Esperaba una carga, y como Loquillo no fue a Coquimbo, nos quedamos sin ácidos también. De los demás, recuerdo sólo los nombres, pero para qué se los voy a nombrar si no los conocen.

Esa noche, que había sido bien extraña, habíamos resuelto un problema: dado cierto momento, reparamos en que no estábamos lo suficientemente puestos aún en vuelo, por lo que improvisamos rápidamente una reunión que tenía por fin determinar qué era más prudente: si fumarnos todo o racionarlo para los días siguientes. “Pa’ que el copete pase como agua”, había dicho Loquillo. Y ni siquiera estaba. Quizás lo pensamos todos al unísono silente. Lo bueno en ese momento era que ya no quedaban vasos, así que directo de la botella la agüita era más rica, cristalina, como de vertiente. Parece que los había roto yo, así como el vidrio de la ventana del baño con vista al cielo marino.

El paranoico y su extraño esclavo-amigo se habían ido hace rato. Por lo de la sangre. A lavarse al río. A mí me gustaba el carmesí, así que me esparcí un poquito por allá, un poquito por aquí. El vidrio de la ventana no había tenido la culpa de que no me acordara del porqué de mi rabia. Cristóbal tampoco, pero igual salió corriendo. Tener culpa. Yo no tenía SIDA. “Ni cagando, ya estaría muerto”, les decía.

Recuerdo perfectamente que la sangre tiñó la sala por completo. Quizás eso les dio miedo. Pero entonces, en vez de seguir despierto y ver si había algún repuesto, me dormí en el sillón y terminé en el suelo.

lunes, 26 de enero de 2009

Capítulo 9: Meditaciones.

A pesar del incidente del terminal, teníamos todas las intenciones de que lo venidero fuera bello, bueno y verdadero.

Coke le había dicho al chofer del colectivo que nos dejara en la calle Ernesto Sábato. En esa misma calle estaba la casa que nos esperaba. Cuando llegáramos, pensaba, íbamos a tener que esforzarnos como héroes, para elaborar un plan que nos permitiera salir airosos del oscuro túnel en el que Tata nos había dejado: el túnel de la justicia chilena, la cual -si no hacíamos algo- terminaría por arrestar a los buenos, mancillando aún más la memoria de nuestro Policía Joven y amigo, Ratón.

Cuando nos bajamos del colectivo, caminamos como diez pasos y, por fin, llegamos a la casa de Coke, advirtiendo varias cosas: estaba vacía; la puerta se abría para darnos la bienvenida a su cocina, su comedor y su living; al fondo había un baño y dos piezas, a las cuales se sumaba una tercera, que estaba en el segundo piso; un patio de cemento recorría el brazo derecho y la espalda de la casa -entendiendo la casa como el ser humano que era, o que sospechábamos que era-, el cual remataba con un baño con vista al cielo... Tantos lugares y todos vacíos. Era complicado decidir qué pieza ocupar y adónde ir después, en ese desierto estado de cosas. Tan complicado como fue para Adán decidir si acaso coger la manzana que Eva le ofrecía o no, libre albedrío fue a pecado consumado como, en nuestro caso, la angustia era a la calma. Nuestra realidad más cercana era lo abstracto, pero justo cuando empezaban a llover triángulos me atreví, como Adán, a dejar mi bolso en el living y a tirarme de piquero en una de las tres camas de un dormitorio del primer piso.

Al borde de mi cama se sentó Erick. Yo lo miraba de reojo, con el único ojo que me servía -porque el otro lo tenía, como toda mi cara, hundido en la almohada. Erick hacía un pito, tranquilamente, y esa extraña calma en él se extendía por las paredes del dormitorio y se fundía con la calurosa brisa nortina.

Al poco rato, llegó Coke y se acostó en la cama que teníamos al frente Erick y yo. Me di vuelta hacia él y le pedí sus audífonos Technics, los que conecté a mi MPEG-1 Audio Layer 3, más conocido como MP3 y también por su grafía emepetrés, para escuchar cualquier cosa. “Closed doors brings open minds”, decía una voz en mis dos oídos triplicando la tarde. Subí el volumen al máximo. Necesitaba insolarme el pensamiento.

Cuando empezaba a cerrar los ojos, Erick me tocó el hombro. Me dijo algo que no escuché, pero que debe haber sido algo como “fúmate este maestro”, a juzgar por su movimiento de labios y por el pito encendido que me pasaba en la mano.

Empecé a fumar y a repasar mentalmente los eventos más significativos hasta ese momento: alguien nos había dicho que éramos Policías Jóvenes; después, nos habíamos dado cuenta de que teníamos que matar a Tata. “Si no hubiéramos sabido quiénes éramos, nada de esto habría pasado”, pensé.

Erick me pasó otro pito.

“¿Pero cómo puedo ser tan tonto y renegar de nuestro destino? Nacer en cualquier cosa implica, desde el primer momento, desatar una serie de consecuencias. Necios son los que creen que pueden elegir qué cosa hacer y qué cosa no, cuando resulta obvio que, por ejemplo, cuando el cuerpo de un bebé sale del cuerpo de una madre, el rumbo del viento -que habría cruzado sin obstáculos por entremedio de esas piernas (si se trata de un parto normal) o sobre ese estómago (si el parto es por cesárea)- se desvía completamente, de manera irreversible, alineando todas las posibilidades de la vida futura de ese ser humano, sólo por el hecho de haber determinado la dirección del aire que respirará”.

Erick me pasó otro pito.

“Entonces, somos Policías Jóvenes desde siempre. Nuestra existencia es nuestro destino. Deseamos la muerte de Tata, pero ¿lograremos concretar ese deseo? Eso es algo que no podemos saber ahora. Sin embargo, sería imposible evitar intentarlo en este momento de nuestras vidas”.

Erick me pasó una botella de cerveza.

“Hay que matar a Tata. ¿Por qué no lo estamos matando ahora?”.

Erick me pasó un cigarro.

“Es cierto. Vinimos a planear cómo hacerlo. Tenemos que ser cautelosos. Ser cautelosos es parte del destino. No ser cautelosos también podría ser parte del destino. Al final, todo es parte del destino y a la mierda con el destino entonces. Lo que vayamos a hacer no cambiará por lo que piense de manera particular. Yo no decido las decisiones que tomo. No soy más que un simple instrumento del contexto”.

Erick me pasó un pito.

“Pero pensar en estas cosas es algo inevitable. ¿Qué podría hacer yo contra eso? Nada. ¿Podría, al menos, darle un significado a nuestra suerte ineluctable? De ninguna manera. Destino es una palabra vacía y esta palabra vacía recorre la existencia de todos los seres vivos y los seres muertos. El sentido de la vida es una proyección de esta palabra vacía irremediable, que se prolonga equivalente en todos sus segmentos. ¿Qué se puede hacer, entonces, entre tanto vacío, adentro y afuera? Vivir. Hacer lo que se tenga que hacer, sabiendo que lo hecho es algo necesario para la totalidad de la vida. El ser humano descubre cosas de la totalidad de la vida, pero La Vida, en mayúsculas, todo lo sabe, antes, ahora y más tarde”.

Erick me pasó un vaso de roncola.

“Qué canción más buena, no sabía que la tenía, pero ya es de noche y me gustaría ir a la playa”.

Me saqué los audífonos, raudamente; me puse un traje de baño y me despedí de mis colegas Policías. Acto seguido, abrí la puerta y salí corriendo. Erick, que al principio me venía persiguiendo entre bocinas y maldiciones, terminó adelantándome, llegando hasta La Herradura antes que yo, para nadar en medio de la noche y alcanzar lo finito de lo infinito (o sea, las boyas). Yo lo seguí como pude, pero casi al llegar donde él estaba me picó una medusa en el corazón y me desvanecí románticamente.

Un rato después, supe que Claudio me había llevado hasta la casa.

Cuando me sentí recuperado, Erick me reanimó con su ebriedad y Coke me contó unos chistes. Por un momento, intenté olvidar la carrera que estábamos corriendo, pero para mí -que en ese momento era como un conductor de Fórmula 1 en medio del circuito de Mónaco- las extrañas personas que cruzaban nuestra puerta no hacían otra cosa que crearme más curvas.

domingo, 25 de enero de 2009

Capítulo 8: Coquimbo, ¿cómo estás?

Claudio, Erick, Coke y yo llegamos al terminal de buses a las nueve de la mañana de un día martes del mes de Enero y si creíste que me había olvidado del dinero estás muy equivocado, porque se lo robé a la mujer que me trajo al mundo.

El bus al que debíamos subir se dignó a aparecer cinco minutos más tarde de lo estipulado y, como lo intuía, se veía bastante horrible. La atención, por su parte, era excesivamente minimalista: la persona que acomodaba los bolsos era la misma que conducía el bus y la que cortaba los boletos. Estas circunstancias nos pusieron incómodos y tensos, razón por la cual no pudimos conciliar el sueño. Debimos pasarlo bien y reírnos mucho para olvidar los que parecían nuestros antónimos de asientos.

Cuando llegamos a Coquimbo, ya no nos quedaban ganas de seguir riéndonos, sino todo lo contrario. El chofer, por su parte, venía visiblemente irritado. Le faltó poco para tirarnos los bolsos en la cara. Claudio se enojó con él y le dijo lo que sentía, pero el tipo contestó pésimo. Yo intenté corregirlo, pero Erick ya estaba abalanzado sobre el monstruo.

Para nuestro orgullo, Erick llevaba las de ganar. Sin embargo, unos guardias de seguridad del terminal vieron lo que estaba pasando y empezaron a correr hacia nosotros. Tuvimos que tomar rápidamente nuestras cosas y arrancar hacia una caleta para subirnos a un colectivo y arrancar más. Específicamente, hacia Sindempart.

Mal. Todo había empezado mal. Se suponía que teníamos que pasar desapercibidos y recién a la llegada nos habíamos metido en un remolino. ¡Éramos fugitivos! Se nos olvidaba constantemente. Si alguien se enteraba de quiénes éramos nosotros daría aviso a Carabineros. Tata ya debía haberse encargado de pegar carteles con nuestras fotografías, a lo largo de todo Santiago, ofreciendo recompensa. Debía haber esparcido la noticia de que Coke y Erick habían matado a Ratón, a través de todos los medios de comunicación posibles, pero ¿habían matado Coke y Erick a Ratón, realmente?

Nadie decía una palabra. El chofer del colectivo, mientras tanto, no paraba de hablar, para aliviar la tensión. Yo miraba la ventana, como los demás, mientras él decía que las mujeres llegaban a Coquimbo con las mochilas llenas de condones; que traían condones de colores; que la comida era buena; que estaba cansado y que quería dormir; etc. ¡No sabía con quién estaba hablando! Nosotros éramos seres espirituales. Platónicos. Los Policías Jóvenes no comíamos, no dormíamos ni nos reproducíamos. Qué sabía este gordo grasiento, mundano de mierda. Que se metiera por el hoyo sus problemas humanos, pensaba, mientras me ponía los audífonos para no escucharlo. Después, bajé la ventanilla. Miré la playa y respiré la brisa acompasada. Lo único que quería era flotar en el mar, de cara al sol, hasta morir aplastado por la inmensidad de ambos.

Cuando cerré la ventanilla, miré a Erick y me dí cuenta de que era demasiado tarde: estaba ahorcando al chofer. Debía estar expulsando la ira que los guardias de seguridad le habían interrumpido a mitad de camino. El colectivo se movía para todos lados. Al mismo tiempo, Coke se disputaba el pedal del acelerador con el pie del chofer. Claudio saltaba como mono. ¿Qué estaba haciendo yo con los audífonos puestos?

-¡Por favor! –decía el chofer.
-Mira la vocecita maestra que le sale al maestro –decía Erick.
-¿Nos está haciendo burla, Claudio? ¿Acelero? –decía Coke.
-¡No, por favor, no! –decía el chofer.

Como el colectivo iba en un frenético movimiento zigzagueante, Claudio se puso a vomitar en el brazo de Erick, quien -mientras ahorcaba al chofer- trataba de acercar esa sección de su cuerpo a la cara de Coke, quien ponía todo de su parte para lamerla al mismo tiempo que aceleraba el colectivo. Mientras tanto, yo registraba obsesivamente la guantera del automóvil, para terminar con toda esta batahola que se había formado, hasta que encontré lo que buscaba: una pistola cargada. ¡Y maté al colectivero, lo maté!

Pero nadie decía una palabra. El chofer del colectivo, mientras tanto, no paraba de hablar, para aliviar la tensión.

miércoles, 21 de enero de 2009

Capítulo 7: Hasta la víspera, baby.

La tarde del lunes debía ir a la casa de una de mis abuelas. Algo se celebraba y toda mi familia estaría presente. Como yo necesitaba un poco de dinero, que sacaría from each one of my parientes, tenía que portarme bien y llegar a alguna hora, pero llegar. El problema radicaba en el exigente itinerario de ese día: comprar pasajes baratos en algún terminal de buses, comprar marihuana y nada más. Parecía poco, pero abre los ojos bien cerrados: qué metáfora interdiscursiva más super loca.

Con Coke, quedamos de juntarnos en el terminal de buses San Borja después de la hora de almuerzo. Coke llegó a la hora que se denomina hora después de almuerzo. Era la hora después de almuerzo con treinta minutos cuando llegué yo. Coke me preguntó por qué había llegado tarde; me dijo que tenía que estar consciente de que estábamos en el ojo del huracán y que no podíamos cometer errores. Yo le respondí que la primera regla de llegar tarde era no hablar de llegar tarde, que él era algo así como Tyler Durden y que yo era como el narrador. Ergo, si él había sido puntual, los dos lo habíamos sido, sólo que treinta minutos después se había desatado la esquizofrenia. Eso no significaba, por supuesto, que los dos fuéramos la misma persona. ¿O sí? ¿O no? ¿O sí o no? ¿O sí y no? ¿Y sí y no? ¿Y si no? ¿Noisy? ¡Tonterías!

La idea era que el pasaje costara cinco lucas, pero lo encontramos a seis y no fue tan malo, comparado con las otras partes en que el boleto salía once o doce. Claro, la compañía donde estábamos comprando no era la más lujosa del lugar: ocupaba la caseta más chica, había una sola empleada en ella y el computador donde anotaba nuestros datos parecía una... no sé lo que parecía. Lo que sí sabía era que esa compañía de buses era, sin duda alguna, la más rasca y penosita del terminal, como diría Erick (experto en ese registro). Sin embargo, poco importaba la calidad del bus. Nosotros estábamos arrancando y no de cualquiera, sino del peor de todos: de Tata. Algo planeaba contra nosotros ese maldito rufián. Yo lo conocía y Coke también. Habíamos viajado con él a Coquimbo el año pasado. Claro, en ese tiempo éramos aliados, pero todo se murió al poco tiempo. Se murió, porque no se ponía la polera y en cueros parecía un caos informe de carne y sangre y qué sé yo, algo como un virus, tal vez, en fin.

Teníamos los pasajes. Sólo faltaba la marihuana.

Empezamos a hacer llamadas desde un teléfono público para conseguirnos alguna mano desconocida, porque las conocidas nos estafaban siempre. Gastamos varias monedas hasta que contactamos a un tipo. Nos dijo que tomáramos el metro hacia… Camináramos hasta… Esperáramos a un tipo que… Y nos traería los paquetes. Cuando lo vimos, vimos su paquete, y no se malinterprete, que lo que vimos fue su paquete de marihuana, bastante pequeño como para equivaler a la plata nuestra, por lo demás que no había, pero estábamos tan cansados que no nos regodeamos. Eso sí, inspirados en Kant y Juan Segura, decidimos que debíamos racionar la droga cuando estuvieramos en Coquimbo.

Finalmente, me despedí de Coke. Coke se despidió de mí. Me dió lata ir a la casa de mi abuela, así que no fui, pero el dinero... ¿De dónde iba a sacar el dinero? De alguna parte tenía que sacarlo, no de ninguna. Eso me dejó más tranquilo.

martes, 20 de enero de 2009

Capítulo 6: Ratón muere.

Llegué a mi casa a empacar un par de cosas para el viaje. Mientras hacía esto, prendí la televisión. En ese tiempo, una serie muy exitosa se estaba transmitiendo: "Nanarcos Regalones"; se trataba de unos jóvenes anarquistas, universitarios y del barrio alto, con una consciencia social privilegiada y una intuición más desarrollada que la de los mismos pobres para vislumbrar los problemas de los más necesitados, debido a que sacaban su experiencia de los libros que mandaban a comprar a sus nanas con la plata de la mesada que les daban sus padres.

Ese día se transmitía el último capítulo de la serie: el personaje principal había decidido irse de su casa con su amada. Estaba apunto de comenzar el emocionante discurso del héroe contra su padre empresario, cuando la señal televisiva aprovechó el rating que estaba alcanzando el programa para dar un informe noticioso de último minuto. Grande fue mi asombro.

Se trataba de un asesinato perpetrado en la comuna de Renca. Habían matado a un joven de 21 años, apodado Ratón. De pronto, la sorpresa mayor: Tata, más vivo que nunca, estaba siendo entrevistado por el periodista.

-No sé qué fue lo que pasó exactamente. Unas personas lo trajeron aquí, amarrado y desnudo. Ya estaba muerto cuando llegó…

Su declaración, empero, no dejaba de ser enigmática. Si no había revelado los nombres de los asesinos -ni tampoco su relación con ellos-, era porque algo se traía entre manos ese críptico anciano (además, estaba seguro de que Coke y Erick no habían confundido a Ratón con Tata; algo había fallado en el plan). Maldita nuestra suerte: habíamos interpretado mal mi designio; lo que en realidad había vaticinado no era "buscarán a Ratón y morirá Tata", sino: "buscarán a Ratón y morirá, Tata". El mensaje, por lo tanto, era para Tata, a juzgar por el vocativo. ¿Habría sido él, entonces, el verdadero asesino? Había una verdad detrás de todo este facilismo mediático.

Un rato después de que el informe periodístico terminara, hablamos por MSN Claudio, Coke, Erick y yo. Nos dimos cuenta de que el panorama había cambiado por completo. Aquí dejo una transcripción no literal de la conversación (porque sí, ¿qué hueá?):

Claudio: El que murió no fue un anarquista.

Claudio: El que murió fue el Ratón.

Cristóbal: No.

Coke: O sea, se murió alguien.

Erick: No sé cómo se lo diré a mis padres, pero estoy seguro de que me matarán, tarde o temprano. Si no es por esto, es por todo lo que no es esto.

Erick: Rasca.

Claudio: Otra cosa; aunque el asesinato fuera un montaje…

Claudio: El asesinado fue un Policía Joven, así que los límites entre realidad y ficción se han vuelto más complejos que antes.

Cristóbal: ¡Nunca respondemos bien a los estímulos de la realidad!

Cristóbal: ¡Yeah!

Claudio: Lo que pasó fue real y los sospechosos somos nosotros. Los carabineros son huevones, así que no nos vamos a arriesgar a que nos arresten. Tenemos que pensar en un plan para descubrir la verdad...

Coke: Es verdad.

Claudio: Para eso, tenemos que estar lo más lejos posible de la escena del crimen. Estar, por ejemplo, en Coquimbo.

Resultaba increíble que la situación diera un giro en ciento ochenta grados y que, sin embargo, la conclusión siguiera siendo irse a Coquimbo.

jueves, 15 de enero de 2009

Capítulo 5: Pico pa'l que lo lee.

-Hueón, me cortaste, ¿por qué me cortaste?
-Ya sé lo que hay que hacer.
-Pero si no te he dicho lo que pasó.
-Hay que buscar al Claudio.

También le pregunté algunas cosas, como si le gustaba más comer o dormir, si le parecía bueno o malo el asunto de los castrati y en dónde mierda estaban los conchesumadres. Llamé a Claudio y le dije que fuera para ese lugar que después les voy a decir. Yo también fui para allá. Si ya me habían involucrado en la mierda que hubiesen hecho, yo no descansaría hasta hundirme completamente en ella. Primero, me duché en el cementerio de la cocaína. Después, agarré mis cosas, o sea ninguna, y salí a tomar una micro a San Pablo, en dirección hacia la Plaza de Armas –¿ven que les dije?

Anyway, no podíamos haber escogido un mejor horario para juntarnos. Eran las dos de la tarde y el sol era el luciente honor del cielo que en campos de zafiro pace estrellas. Como ahí el campo de zafiro era el Paseo Ahumada -que devolvía la luz solar hacia el sol-, las estrellas eran mis ojos que el calor pacía, calcinados por el puro intento de mirar hacia adelante. Ese domingo estaba inspirado, me sentía como un Aleph jugando a la Rayuela; así llegué donde estaban Coke, Erick y Claudio, que se veían muy afligidos animando a un jugador de ajedrez.

En pocas palabras, muerte y Tata. En muchas, nos sentamos los cuatro en una banca, donde nos explicaron a Claudio y a mí que la noche anterior me había transformado en pitonisa y les había dado un mensaje: "buscarán a Ratón y morirá Tata". Como todos sabemos, los Policías Jóvenes somos héroes trágicos, así que, aunque intentaron no ir a buscar a Ratón, Coke y Erick fueron a buscar a Ratón, tocaron la puerta de su casa y le reprodujeron el vaticinio, palabra por palabra. Luego, se dirigieron a la casa de Tata, en Renca, donde lo desnudaron y le dijeron que era anarquista, así que mucho gusto, pero chao. Ratón les encantó a los padres de Tata, por lo que terminaron adoptándolo. Ratón se quedó allí, mientras que Coke y Erick se marcharon después de un desayuno alto en calorías.

Era el turno de Claudio. Había venido a resolver la situación, así que aplicándose como abogado les dijo a Erick y a Coke lo que tenían a favor: en primer lugar, los anarquistas no eran nada ni nadie, así que si algo habían hecho Coke, Erick y Ratón, se lo habían hecho a nada y a nadie; segundo, Policías Jóvenes era un programa de televisión en el que se hacían montajes, un asesinato no podía ser real dentro de una ficción.

Como se necesitaban tres cosas para que la teoría fuera irrefutable, Coke dijo que tenía una casa en Coquimbo. Claudio y yo éramos cómplices, quizá esa fuera la excusa para acompañarlos.

martes, 13 de enero de 2009

Capítulo 4: Capítulo cuatro.

Estaba con una mujer en el baño, los dos acostados en la tina. Aunque no tenía por qué saber su nombre, le pregunté de todas maneras. Ella se alejó para mirarme y me sonrió. Movió sus labios, pero no alcancé a escuchar lo que decía. ¿Eras tú esa persona? Por lo menos era tu cara, la podía reconocer porque la tenía grabada. Cuando me besó, desperté en sus ojos y su pelo era todo un malentendido. Perturbado, salí de la tina y me dirigí a un club nocturno. Entré y me senté a ver el show de una stripper. Cerré los ojos para descansar un instante y cuando los abrí, ¿eras tú esa persona? Por lo menos era tu cara, la podía reconocer porque la tenía grabada, pero cuando me acerqué a tocarla fue como si se descongelara de manera fulminante, dejando una gran poza en el piso. Intenté mirarme en esa poza, pero tu rostro se puso delante de mi reflejo como una máscara. Me quedé absorto en mi máscara hasta que me convertí en el nadador de toda esa agua vertida, que ya comenzaba a parecerme un planeta. De pronto, una anguila eléctrica se aferró a mi pierna.

Cuando me desperté, el teléfono me vibraba en un bolsillo. Miré dónde estaba durmiendo: en el suelo, junto a los amigos de Pablo. Todo bajo control. Observé la pantalla del celular con los ojos dolorosamente despegados. “Coke” decía.

-Cristóbal, llama al Claudio. Vamos a tener problemas, tenemos que pensar con cuidado… –me decía Coke.
-¡Rasca po, hueón! ¡Rasca! -se escuchaba Erick, desde lejos.

Recuerdo como conocí a Coke. Cuando entré a la universidad no lo conocía. Tampoco conocía a otros que entraron en la misma generación que yo. De hecho, no conocía a nadie. Lo especial era que a él lo conocí tiempo después de entrar, porque estaba en otra sección. Antes de conocerlo, sólo lo ubicaba de vista, pero nunca lo saludé. Pasó el tiempo, uno o dos semestres. Lo cierto es que no recuerdo cómo conocí a Coke.

Recuerdo como conocí a Erick. Entonces, yo ya conocía a Coke. Erick también lo conocía, porque habían sido compañeros en la media, pero no fue por intermedio de Coke que conocí a Erick. Fue porque él tenía una banda y me pidió que cantara, porque Pablo había escuchado que yo cantaba y porque Pablo tocaba en la banda de Erick. Mientras hablábamos del asunto, tuvimos muchos problemas con los paparazzis y con las fans que querían que les autografiáramos los senos.

-¿Me escuchas? –me despertó Coke.
-¿Qué? No, perdón, ¿qué pasa? –le dije, listo como todo un boy scout.
-¿Estás con el Claudio?

No. No estaba con Claudio. Claudio siempre veía las cosas claramente. Era obvio que yo no podía ayudarles resolviendo problemas, pero les podía escribir poemas, quizá.

-Hueón, ¿estás con él o no? –se impacientaba Coke.
-Pero si ya te dije –le dije que ya le había dicho.
-No me has dicho nada.

¿No le había dicho nada? No sabía qué estaba afuera y qué estaba adentro de mi cerebro. ¿Qué debía hacer? Había perdido el tiempo. Tenía que cortar la llamada y pensar qué debía hacer.

domingo, 11 de enero de 2009

Capítulo 3: Tata.

No recuerdo quién fue la persona que nos abrió la puerta del departamento, si la conocía o no, había mucha gente y estaba todo muy oscuro. Debían ser amigos de Pablo, de alguna brigada que desconocía, pero seguramente eran aliados, así que así que.

Había alcohol, pero no vasos; había droga, pero nadie se prestaba mucha atención. Sabíamos que esta reunión era de gran importancia para el futuro, razón por la cual le comunicamos a Pablo que él también era un Policía Joven. En seguida comprendió lo que ello significaba, al igual como nos ocurrió a nosotros, porque en el fondo sabía que teníamos un sentido, no como los seres comunes y corrientes.

Decidimos trazar el plan en ese preciso momento. Lo medular era que hiciéramos morisquetas en cadena. Coke trataba de poner orden en la sala: “soy terrible feliz”, exclamaba furibundo. Más tarde comprendería que era lógico: sabía que no nos quedaba mucho tiempo. Teníamos que actuar rápido. Sin embargo, la angustia nos impedía enlazar los proyectos de los colegas. El pánico cundía en todas las caras, o por lo menos en las que se veían.

En medio del desenfreno se escuchó algo como: “... usc... a Ra... morirá Tata”. No es que después de eso se hubiera quedado toda la sala en silencio. De hecho, ninguno de los de la otra brigada se había enterado del místico suceso. Ellos seguían compartiendo sus proyectos como si no hubiera pasado nada, pero para Claudio, Erick, Chulín, Coke, Loquillo, Pablo y yo la sala se había empezado a mover en cámara lenta. Sabíamos que ahí estaba el punto de llegada, y que Tata debía morir. Sabíamos que habíamos nacido para matar, pero ahora sabíamos a quién. Se sabe que la lucidez causa la felicidad, y si no se sabe lo sé yo. Sócrates, yo lo sé. Lástima que me quedé dormido por causa de la emoción y el estrés de mis neuronas amigas.

jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 2: Una micro.

Habíamos comprado estupefacientes en botillerías y veredas y luego nos subimos a una micro bastante poco ortodoxa. Aún ahí recordábamos a ese peruano de la plaza –y no es que fuéramos homosexuales asquerosos, pero tampoco éramos homofóbicos, ni tampoco heterosexuales, ni bisexuales tampoco. Los capítulos de la serie Policías Jóvenes, por otra parte, comenzarían a producirse en cualquier momento, sólo debíamos asegurarnos de ser nosotros mismos y de que la fama no perturbara nuestra sencillez y nuestro talante, dado a la justicia social que siempre se ha encontrado tan corrompida en Chile y en el resto de los países latinoamericanos, hermanos miserables.

Con ese ánimo íbamos encaminados al cumpleaños de Pablo, que vivía en Pudahuel y hoy por hoy no. Sin embargo, antes de llegar, debíamos resolver un asunto con unos Pasajeros Jóvenes que se estaban propasando -y eso que nosotros siempre dejábamos que la gente se tomara libertades, pero cuando empezaban a hablar y a moverse en la vía pública, con qué derecho. Como no estábamos armados aún, decidimos tomar las cervezas, destaparlas y espetarles: “¡bájense, si no quieren que empecemos a pasarlo bien! ¡Somos Policías Jóvenes!”. Acto seguido, apareció la canción de apertura de la serie, con todas nuestras caras haciendo algo y con nuestros nombres abajo, para que la gente se hiciera fanática del programa y comprara nuestras poleras. Nosotros celebramos por todo lo alto el lanzamiento de la serie, que alcanzaba todos los puntos de rating. Varios capítulos de la saga televisiva siguieron sucediéndose en la micro, pero ya no recuerdo ningún otro. Por cierto, recuerdo varios capítulos que se sucedieron ahí: uno, cuando hicimos que se bajaran ciertos pasajeros de una micro aledaña a la nuestra, en San Pablo… Ese fue uno de los episodios más osados de la primera temporada de Policías Jóvenes, porque desafiaba la percepción del público, que nunca está preparado para nada. Esta poca preparación se ve reflejada, sobre todo, en el público chileno (caso emblemático), ya que en él abunda el que a mí me gusta llamar espectador retrasado mental (subdesarrollado y amante de los ritmos sin alma). De hecho, pensamos que el programa no fuera transmitido en Chile, principalmente porque habíamos nacido en este país por desgracia. Muy disgustados, nos bajamos todos de la micro. Habíamos llegado a Teniente Cruz y debíamos seguir evangelizando a estos monos.

martes, 6 de enero de 2009

Capítulo 1: "Ustedes son Policías Jóvenes".

Todo empezó un día, o sea una noche, en que Pablo celebraba su cumpleaños. Habíamos llegado a la plaza Santa Ana Claudio, Erick, Chulín, Coke, Loquillo y yo a volarnos (menos Chulín, que no le hacía) y a comernos unas pollitas del Liceo 1. Sin embargo, nos dimos cuenta de que no había nadie, porque eran las 11 de la noche, era sábado y era enero; estas chiquillas, seguramente, se encontraban vacacionando, exhibiendo sus cerradas conchitas en alguna playa para surfistas desvirgadores. Desconsolados, nos pusimos a meditar, cuando de pronto algo nos dijo: "ustedes son Policías Jóvenes". Ante el asombro, le preguntamos a esa misteriosa voz: "¿quién eres?". Grande fue nuestra sorpresa, al darnos cuenta de que era un vagabundo peruano; el sujeto llevaba bastante rato hablándonos del tiempo y nosotros no nos habíamos dado cuenta. No obstante, podíamos ver sus dientes amarillos y sentir su aliento... ¡Pero qué aliento! Digno de un Dios. Y como Dios es Padre, Espíritu Santo e Hijo, no tuvimos que hacer manifiesto el acuerdo sobre sacarle la ropa para crucificarlo, como Jesús (al arte lo que es del arte). Sin embargo, Claudio irrumpió, en medio de nuestra recreación bíblica, con estas sabias palabras: “¡Qué cuerpo más perfecto!” (entre paréntesis, Claudio siempre se da cuenta de las cosas). Por supuesto, yo le creí, aunque no estaba muy de acuerdo con él, y me abalancé sobre el vagabundo -porque a mí nunca me han gustado los defectos, y me gustan las cosas que no tienen defectos, o sea lo mismo. El vagabundo balbuceaba algo y me empujaba lejos de él. Seguramente, se reía de todos nosotros. Creía que ser vagabundo le daba algún derecho sobre la gente sedentaria. Mis amigos, empero, no iban a dejar que se fuera sin darme un beso. Alguien intentó abrirle los labios para que mi lengua hiciera de las suyas en su cabidad bucal (de una manera bastante adjetivo a elección), pero justo cuando el amerindio comenzaba a quererme nos dimos cuenta de que Erick pedía refuerzos desde la calle, con los brazos abiertos: “¡Detengamos a los Policías Viejos!”. Claudio se le acercó y comenzó a persuadirlo:

-Erick, vienen en auto –le decía él-; hay automóviles que pueden llegar a pesar 1000 kilos, tal vez más, ¿y tú? ¿Cuánto puedes llegar a pesar? ¿70, 80… 100 kilos? Erick: los automóviles son, por definición, vehículos a propulsión; los seres humanos, en cambio, son seres que piensan. El pensamiento mueve al Hombre, y el motor al auto, pero si haces como en el experimento de Galileo, en el planeta tierra y no en el vacío, y tiras tanto al motor como al pensamiento, al mismo tiempo y desde la misma altura...
-¡Maestro! –respuesta curiosa que nos hizo correr hacia la Alameda, mientras el vagabundo nos agitaba sus pantalones cual pañuelo.

Capítulo 0: Advertencia.

Cualquier similitud entre la narración y la vida real ha sido provocada por tu propia actividad cerebral.

Los nombres de las personas involucradas en los eventos narrados han sido alterados tantas veces que al final quedaron iguales.

No tengo nada más que decir, así que voy a transcribir la parábola que escuché que un tipo le leyó en la micro a otro tipo:

"Hace mucho tiempo, unos valientes jóvenes que venían de jugar fútbol en una cancha de pasto y de tierra (en proporciones equivalentes), decidieron ir a dejar a su igualmente joven y a la vez vetusto enemigo a su casa, en Renca, porque se había lesionado gravemente el pie y no podía seguir acompañándolos en la peregrinación hacia la plaza Santa Ana. Se decía que una vez recorrido el camino, el final los recompensaría con la mayor de las dichas. En el trayecto, padecieron de hambre, de sed y de frío. La gente sintió lástima por el magro aspecto de estos mozuelos y les ofreció comida, bebida y abrigo. Los jóvenes rechazaron las ofertas con mucho respeto."

-Fin.
-¿Termina ahí?
-Sí.
-Cada vez se hace más difícil entender las parábolas. Antes se podía descifrar algo, pero ahora hay que empezar dándoles final para después entender el sentido general de un trabajo que otros dejaron a medias.
-Eso pasa porque el Hombre nunca podrá saber el significado de las cosas. Nunca pudo organizar su pensamiento en un sistema cabal, que permitiera la salvación de su especie en la realidad. Ahora se da cuenta de su fracaso y de su destrucción inevitable.
-Sin embargo, la fe tampoco logró dar respuesta al vacío producto que dejó el trabajo de todas las generaciones.
-Por eso, ya no caminamos pretendiendo saber lo que va a suceder en el instante de tal paso o de tal otro; de igual forma, tampoco confiamos en que uno u otro paso nos de la solución de todos los problemas pasados. Simplemente, vivimos. Si no podemos borrar toda la información que ha permeado nuestra mente, tratamos de no ser concientes de esta; expulsamos la ciencia y la religión de nuestras vidas. La intuición en el mismo instante en que suceden las cosas, la improvisación se está convirtiendo en nuestra nueva ciencia y religión. Por eso las parábolas ya no tienen final, porque no hay un punto de llegada más allá del presente, que es el pasado y el futuro al mismo tiempo.
-¿Adónde la viste? -le dije- Pásame. No entendiste nada –y le quité el papel para bajarme con mis amigos en Manuel Rodríguez con Catedral.

Antes de que se cerrara la puerta de la micro, uno de los tipos alcanzó a gritarme:

-¿Y quién te crees tú?
-El que escribió este papel y te lo dejó en el asiento, para que te sentaras encima de él y te lo sacaras del culo con el que pensaste toda esa mierda.

Dudo que ellos hayan escuchado esto último. La puerta ya estaba cerrada y yo ni siquiera hacía el esfuerzo para que oyeran lo que les estaba respondiendo mentalmente.