jueves, 5 de febrero de 2009

Capítulo 14: Un maestro.

Les contaré mi historia: fumo para ser libre. Cada vez que fumo, el sentido de la responsabilidad se torna, primero, ansiedad; luego, serenidad; al final, vacuidad... Y vivo porque quiero, los colores los ordeno en el cielo. Después los desordeno y todo huele tan bien… La comida sabe tan bien como sus besos. El bien y el mal son tan buenos. El mundo entero se postra ante mí y huele mis pies, que también huelen bien, y las ideas fluyen por mis dedos hasta llegar al papel. Las demás se me olvidan, pero sé que ahí están, que el universo es su lugar y que es el mismo que el de Candy.

Era rica Candy. Era chica, pero cuando la veía yo tenía como su edad, así que no me miren feo. Además, el amor no tiene edad, sino, más bien, una especial capacidad de transmutar. Transmuta paulatinamente. Paula, tina, mente: Paula, que bella te ves en la tina, cuando cierro los ojos y te veo en mi mente. Ojala existieras afuera, en otro lugar que no fuera mi cabeza.

Siento haberme desviado del tema. Ahora mismo me voy hacia el otro lugar, allí donde las palabras no están en cursiva y el escribir semeja la realidad.


Ese día me pasó algo extraño: estaba tan volado que comencé a sentirme mal. Nunca me había pasado. Fue como salir de ese estado de letargo de la moral, verme entre tanta suciedad y levedad y sentir cómo la conciencia pesaba más que la mismísima Trinidad…

Tanto tiempo y dinero perdidos entre risas sin sentido, humos, polvos, líquidos y silbidos me hicieron recapacitar. Tomé mi chaqueta y salí a buscar drogas más interesantes que disfrutar, no sin antes bajarme el vino que había quedado del anterior festivo. A los pocos minutos volví. Me había ido mal, pero no se lo podía explicar. Mi intuitivo amigo Cristóbal me quiso consolar, recordándome a un antiguo personaje en la historia de nuestras vidas: Boris, ¡qué chaval!

Boris, Boris, Boris… Estuvimos toda la tarde hablando sobre Boris, un muchacho que había sido mi compañero en el colegio y con el que más tarde nos toparíamos los Policías Jóvenes en el otro colegio, el Pontificio.

Boris era bien amigo de Loquillo (Loquillo no fue al Pontificio, pero sí al Nacional). Junto con él y otros chiquillos –ahora solo recuerdo a Guagua, a Nufre, a Wally y a Servicial– fundaron un clan secreto. Yo nunca supe muy bien de qué iba. La cosa es que Loquillo terminó mal. Lo internaron. Estuvo cerca de diez meses en la UTI del Horwitz Barak –ese que tan bien pronunciaba Coke–. Los Policías desconocíamos el paradero de Boris; nunca tuvimos la oportunidad de darle las gracias por lo que sea que él le hubiese hecho a nuestro amigo.

Recuerdo que una vez, Boris me invitó a las canchas a fumarnos un Orange California. Me contó muchas cosas sobre él, porque decía que sabía que yo podía entenderlas. Que lo veía en mi tercer ojo, decía. Fue ese mismo día que yo supe que Boris padecía una extraña enfermedad: profanamente, podría decirse que estaba incapacitado para retener información estructuralmente compleja, excepto entre las cuatro y las ocho de la mañana (hora de Nueva York). Pero eso no era todo: también padecía de Hipersomnia Vespertina. Era bien complicada su situación. Más encima, siempre fue un gran fumador de marihuana y, como todos sabemos, –y aquí todos los Policías Jóvenes responden al unísono, pero en una forma harto particular de unisonoridad, por lo que se oye un rumor ininteligible que traduzco a continuación– “la marihuana afecta la memoria”.

Boris estudió Letras, al igual que la mayoría de los Policías Jóvenes.

(¿Qué cosa es Letras? Me da urticaria, como dice mi tía Adelaida. Odiaba tener que explicar qué cosa es Letras. Cuando se me agotó la imaginación y no pude seguir inventando chistes al respecto, me daba hasta pena que me lo preguntaran. Me sentía derrotado, y profundamente frustrado. Hasta que una vez oí a alguien decir que era una carrera en que nos preparaban para ser los grandes sofistas de la nueva escuela. Me gustó harto la idea. Continué repitiendo mis viejos chistes a modo de respuesta, pero cada vez que alguien se mostraba interesado en saber qué era lo que estudiaba, recordaba esas sabias palabras y me sentía aliviado).

Nunca supimos cómo lo hizo, pero estábamos seguros de que en la respuesta radicaba el éxito. Al menos, el suyo. Tratando de hilar sus ideas, lo que constituyó un discurso bastante caótico –según él, como todo discurso que emitía y que se tratase directamente de él mismo–, desarrolló una habilidad mnemotécnica fuera de serie. O dentro de una serie, pero de una bien larga. Un verdadero sacramento cognitivo.

En su peor época, podía vérselo sentado en el patio, en el pasto o en los pasillos, cual Buda concentrado, inmóvil, vegetando, germinando, brotando, re-naciendo, siempre diez o quince minutos antes de las pruebas. Cuando era tiempo, se levantaba y corría a ubicarse en la primera fila para vaciar sus pecados como un endemoniado, lo más rápido posible, para bajarse cuanto antes de la rueda que giraba, Samsara, rodando. Y el Karma y la Nueva Vida, y luego las mujeres y la lujuria empedernida. Pura vida.

Nunca tardaba más de diez minutos, y jamás omitía. El Noctámbulo Boris, le decían.

De eso hablábamos con Cristóbal, cuando de pronto se empezó a oscurecer. Nos pusimos tristes. Cristóbal me dijo que José de la Cruz (un amigo de él que estudiaba Filosofía) le había contado que El Noctámbulo Boris ahora dictaba unas cátedras en Harvard; que había hecho un doctorado en psicolingüística; que su tesis versaba sobre aspectos de la meta-cognición; que era famoso por exponer temas increíblemente complejos y densos en no más de diez o quince minutos y que no había espacio destinado para las preguntas del público; que lo ovacionaban y que ahora, en Chile, ya no lo editaba la Editorial Problema, sino la Universitaria. Yo le contesté a Cristóbal que sí po, que es como cuando te das cuenta de que la gente-masa responde menos certeramente que un animal a los problemas que le presenta su habitat, y lo dije de forma tal que la sílaba tónica fuera –tat para que se produjera la rima asonante con animal; también le dije que eso de que el hombre era el único animal que no tropezaba dos veces con la misma piedra era posible observarlo empíricamente, todos los días, en el metro, cuando los usuarios trataban de salir por una puerta que estaba mala –de esas que forman parte de un sistema doble de puertas, del cual no se puede abrir la segunda sin haber abierto la primera– y, en vez de devolverse y salir por otra, se quedaban tratando de abrir la misma maldita puerta. Cristóbal me respondió que sí po, que de más. Después me preguntó que qué tenía que ver todo eso con lo de El Noctámbulo Boris.

Mentira. No me preguntó nada.

De tanto hablar, terminamos relajados como en un baño de tina.

2 comentarios:

  1. ESTÁ MUY BUENO EL LIBRO, UN POCO OSADOS LOS CHICOS DE LA HISTORIA, BASTANTE REVENTADOS DIRÍA YO, PERO EN FIN... AL MENOS SOLO ES UN RELATO Y NO UNA REALIDAD.

    BUENO
    ES BIEN ENTRETENIDO.

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  2. en realidad es una realidad no real- ficticia, esa es la realidad.

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