martes, 24 de febrero de 2009

Capítulo 21: Nuevo desplazamiento.

-¿Aló? ¿Loquillo? ¡Maestro, hueón! Oye, ¿dónde estás? ¡Buena! –Erick sonrió y me levantó el pulgar de la aprobación-. Oye, maestro, ¿podemos ir para allá con el Cristóbal? Es que nos dejaron súper penositos aquí los maestros. Sí, súper rasca. Oye, pero… ¿Podemos ir para allá? ¡Buena! Allá te cuento lo que pasó, ¿vale? Te llamo cuando lleguemos al terminal. Nos vemos, maestro.
-¿Nos vamos ahora? –le pregunté a Erick.
-Sí –me respondió, determinante.

Erick me hablaba al mismo tiempo que guardaba sus cosas en su maleta. Yo lo seguía de un lado a otro, sin comprender absolutamente nada.

-¿Pero por qué tanto apuro?
-¿Cómo que por qué?

Quizá no me había enterado de algo. Repasé el papel escrito por Coke, pero sólo me parecía el escrito de un drogadicto. Sabía por experiencia propia que a los drogadictos no había que tomarlos en serio cuando se volvían escritores o apocalípticos o las dos cosas juntas. Yo había estado en situaciones similares tantas veces y al final me arrepentía siempre de las dramáticas ideas en las que era parte activa.

En una ocasión, llegué a mi casa con un amigo, ambos en un estado completamente marginal. Estábamos hablándonos el uno al otro al mismo tiempo, cuando de improviso surgió la idea de escribir una historia sobre un grupo de jóvenes que se veían involucrados en el asesinato de uno de sus amigos. El desarrollo de los acontecimientos tendría un sólo sustrato común: ellos no recordarían cómo había sucedido el delito, pero estarían seguros de que en la escena del crimen participaba otra persona, razón por la cual se provocaría una competencia entre unos y el otro por demostrar la culpabilidad ajena. La ridiculez de esta historia pseudo policial, pseudo detectivesca, debía ser el fiel reflejo de una sociedad ávida de criminales, hambrienta por señalar a una persona y convertirla en el paradigma de lo out en la ley de moda, para así poder reafirmar sus propios valores. La forma de este montaje debía ser la forma de nuestro relato y para ello, tomaríamos como ejemplo la televisión. Los personajes debían padecer inconcientemente del espectáculo que ofrecía y era nuestra sociedad. Por eso, su actuar cotidiano debía convertirse siempre en un evento representado. La idea era que el producto final de esta historia causara cáncer en los lectores que esperaban ver purgado el caos de lo espectacular en obras literarias y artísticas, sobre todo con el juego azaroso de perspectivas que debíamos lograr al co-escribir una historia sin demiurgo. El Apocalipsis del espectáculo era nuestro propósito. Sin embargo, nos dimos cuenta de que estábamos muy drogados y de que este discursillo nos sonaba adolescente y repetido. No creíamos en nada, ¿a quién engañábamos? La realidad, para nosotros, era autosuficiente. Nuestro juicio crítico podía ser o no ser, aquello no alteraba la esencia de las cosas. ¡Qué tontos fuimos!

-¿Estás listo? –me preguntó Erick.
-Sí, pero todavía no me dices a dónde vamos.
-A El Quisco, maestro.

Con el apuro, olvidé que la pregunta no era a dónde, sino por qué.

Un rato más tarde, partíamos en un bus desde el Terminal de Coquimbo. Al ritmo de los kilómetros por hora, nos despedíamos, junto con Erick, de esa calurosa ciudad, la cual nos había provisto de fatamorganas sin igual, pero de ideas para inculpar a Tata del asesinato de Ratón, ninguna -a esas alturas, daba lo mismo quién era el verdadero culpable o si acaso había en realidad un culpable, sólo nos hacía avanzar el ansia de convertirnos nuevamente en un punto ciego de la ley y para logar ese objetivo, teníamos que pintar a otro con los colores que correspondieran; ese otro era Tata, no había discusión al respecto.

Era el adiós. Una abrupta despedida. Abrupta como todas las cosas que nos sucedían últimamente. El destino era El Quisco y yo no entendía bien por qué, el por qué se acumulaba en mi mente y no me dejaba en paz. Pensé que, tal vez, mi naturaleza estaba impedida para entender la razón del movimiento. Comprendí el sufrimiento de Sísifo, pero miré a mi alrededor y comprobé que los estímulos de la realidad podían seguir progresando, permaneciendo o retrocediendo y yo no iba a notar el cambio sólo por empatizar con un sentimiento -de hecho, eso complicaba aún más el entendimiento del sentido, porque empatizar sólo equivalía a descansar, ignorante, en el flujo de las ideas. Yo no podía entender el por qué y, si no podía, para qué iba a intentar entenderlo.

-Mira –le dije a Erick, apuntándole un bote que navegaba en el mar.
-¡Los maestros! ¡Ahí están! ¿Se convirtieron en pescadores? ¿Por qué se convirtieron en pescadores?
-No sé.

lunes, 23 de febrero de 2009

Capítulo 20: A la deriva.

Desde el segundo piso, podía advertir el nerviosismo y las presencias desesperadamente silentes del primero. El terror ante manifiesto quietismo me hacía permanecer abrazado a mí mismo. La desesperación de mi abrazo se intensificaba y el dolor de huesos que experimentaba era sencillamente indescriptible.

Cerraba los ojos, pero no podía cerrarlos: era como mantener la vista apagada en mi cara dormida, pero el sueño no revelaba otra cosa que mi espantosa vigilia.

Mi cuerpo se transformaba en un nómade de las dimensiones en las que se realizaba mi propio cuerpo. Ya no estaba seguro de sentir lo que sentía ni de escuchar mi voz o la de otro en mi mente. Ya no sabía si mi mente era realmente mía. El narrador de aquel pretérito tiempo presente se confundía:

"Las cortinas tiñen de irónico color verde las paredes de la pieza en que Cristóbal, desnudo y sin ninguna esperanza, permanece acostado, sumergiendo a ratos su cara en sus sábanas. Sin embargo, Cristóbal siempre vuelve a emerger de su suave guarida, porque la verdad es que quisiera estar protegido de todo lo que ocurre, pero no sé si podría defenderme de un mundo que sucede estéticamente ambiguo, prescindiendo de mi vista sin ser el Dragón Shiryu.

"Con el terror floreciendo rosas negras en su piel, Cristóbal divisa una sombra que sube la escalera, avanzando hacia donde me encuentro. La sombra cruza el dintel de la puerta flameante de su pieza, zumbando como un pétalo, oscuro como sus rosas y por su negrura, me doy cuenta de que se trata de un aliado que trae información sobre los fatídicos acontecimientos de esta ominosa guerra, que no contempla adversarios ni afrentas, ni misiles ni guerra:

"-Mmmaaaeeessstrooo, me paré frente al essspeeejooo y viqueyomismoeraunfetoreflejado.

"'Maestro…', piensa Cristóbal. Podría ser Erick, pero no entiendo por qué me habla de esa forma.

"Esforzándose un poco, Cristóbal intuye, yo intuyo que los cambios de velocidad que el presunto Erick imprimió a su mensaje intentan transmitir, intentan transmitirme que la comunicación entre ellos, entre nosotros debe realizarse en secreto (puede ser que Tata esté escuchando). Así, se le ocurre, se me ocurre la idea de explicarle, de explicar lo que tienen, tenemos que hacer en rudimentario código Morse. Cristóbal, yo, se, me pongo de pie encima de la cama y comienza a golpear una pared con mis puños sin despegar en ningún momento su vista de esa sombra que ruego a los dioses de todas las religiones que sea Erick."

(Deus ex machina: Atenea, al oír el lamento de mi angustia alcanzar el tiempo y el espacio, decidió posar sus ojos en los míos. Su divina intervención permitió que reconociera a Erick. Sin embargo, el hecho de que la enigmática presencia se revelara como la de un Policía Joven no sirvió de mucho: él no comprendió en absoluto la intencionalidad de mis movimientos. Después de que me siguiera con atenta mirada, preguntó: “¿King-Kong?”.

-¡Entiende lo que te digo, por favor! -pero Erick no estaba para mímicas difíciles y resolvió que lo mejor era bajar de nuevo al primer piso.)

Lapsus: me di cuenta de que ya había amanecido y de que yo permanecía como una estatua, de pie sobre la cama. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero había sido el suficiente para que volviera a sentirme uno conmigo mismo, el suficiente para que volviera a ver las cosas como un neurótico estándar. Terminé mi proceso de tomar conciencia sacudiéndome como un estúpido. Luego, bajé a reunirme con mis colegas.

El televisor estaba encendido: en el noticiario, transmitían una protesta de funcionarios de la Policía de Investigaciones de Coquimbo, pero yo ya había perdido todo mi poder de asombro. En el sillón había una larva gigante y encima de la mesa, una hoja con una caligrafía horrenda y con una perfecta ortografía, de la cual se leía:

'Esta noche, varias patrullas policiales han transitado frente a nuestra casa. Junto a Claudio, sospechamos que lo que ocurre es síntoma de que ya se han efectuado suposiciones sobre nuestro secreto paradero. Claudio me advierte que quizá no nos quede mucho tiempo. Yo le pregunté por qué tiene esa cara de miedo. No me responde nada. Ahora me pregunta por qué escribo todo lo que pasa. Arranquemos'.

La larva del sillón transmutó en Erick. Me acerqué hasta donde él estaba:

-Decídete ser de una forma, fenómeno –le dije, y le pasé el papel que había encontrado en la mesa.

Mientras Erick leía, revisé todos los rincones de la casa, pero no encontré rastros de Coke o de Claudio.

Regresé hasta donde estaba Erick.

-¿Qué hacemos?

Erick se demoró un rato en responderme. Primero, se sentó. Luego, cruzó una de sus piernas sobre la otra. Finalmente, se llevó una mano al mentón. Toda esa parafernalia me convenció de que diría algo muy intelectual. No estaba equivocado. Sin previo aviso y con evidente alegría, se puso de pie y me gritó en la cara:

-¡El Loquillo!

domingo, 22 de febrero de 2009

Capítulo 19: The fear.

Ese día se hizo nada. La noche, todo. Colmados de figuras fantasmales como estábamos, no nos quedaba mucho más que confiar en la intuición de Cristóbal. Él, con precisión euclidiana, podía seguir con su mirada la meridiana pose de cada una de las almas nocturnas que poblaban la sala.

Todos esos extraños personajes que nos habían visitado habíanse transformado en plasma. Ghost Busters. Nosotros, por supuesto, no veíamos más que la avidez de Cristóbal al lanzarse a la caza fotográfica de esos movimientos supraterrenales, manifiesta en su cara y sus propios movimientos.

Luego de un rato -no sé si por obra de la santísima fe de Claudio o porque en las últimas horas no habíamos ingerido nada que no estuviera contemplado en nuestra estricta dieta a base de estupefacientes-, la cara de Cristóbal comenzó a parecernos más una calavera que un cráneo reforzado por humanidad y piel. Estábamos en la mitad de la madrugada y sus labios de rubí, de rojo carmenère, parecían murmurar que ya nunca más volveríamos a estar despiertos otra vez. Aquella lenta y pesada monotonía, que nos envolvía siempre hacia final de los días y que se nos aparecía ahora, en plena alborada, encarnada en la boca roja-pura-sangre de Cristóbal, terminó por coronar, como las guindas a las tortas de metáforas, lo que parecía un cadáver a causa del veneno de la vid otrora contenido en actuales vacías ánforas.

Despojados ya de toda humana realidad, presas de un sublime temor, presenciamos la anti-epifanía: la cabeza de nuestro amigo tornóse autónoma rebeldía, comenzando a bajar desde encima de sus hombros, como Cristo del calvario al no ser ario, yéndose su cuerpo tras de ella, una vez posada y giratoria, hasta desaparecer por la escalera, ambos en pos de una botella. Una vez solos los tres, bastó apenas mencionar a Préxades, la niña de la cara del revés (http://www.youtube.com/watch?v=3SJdVq2Yxac), para que aquella triple velada culminara con una sombría triple carcajada, inmediatamente ahogada por su propia resonancia.

viernes, 20 de febrero de 2009

Capítulo 18: After.

Las sirvientas, sin pantaletas; los del negocio, sin kimono; las sirenas, sin aletas y nosotros, sin psicosis ni presas frescas, sin ácidos ni metralletas. A eso de las ocho de la mañana, sólo Claudio con una radio en la cabeza o sólo una mosca gigante -sólo una de las dos posibilidades- irrumpía en la quieta escena, cuya quiescencia irreal devenía cuadro surreal, sin enmarcar ni decorar, pero pronto, ella también cayó al suelo y al silencio. Muy quieta se quedó. Nunca más voló. Se murió.

Me levanté y pisé a la mosca por precaución. Luego, me senté.

Los Policías seguíamos haciendo de las nuestras: decidíamos a cada segundo permanecer tendidos al sol o a un montón de ampolletas electras (en ese momento, era lo mismo), imaginando con miedo el poder llegar a ser eternos y no tener remedio ni recetas, inmersos como estábamos en Nuestra Gran Tragedia Griega.

Como era el único que quedaba despierto en ese momento pretérito, decidí hacerme cargo del tiempo -como Cristóbal, del niño eterno- escapando por adelantado, fuera de los límites de lo permitido en esa libidinal casa que Coquimbo había dispuesto para nosotros, de la misma forma en que Dios puso al hombre en el jardín terreno que semeja al cielo.

Estando afuera me puse a recordar las innumerables ocasiones en que quise lanzarme hacia el cielo, creyéndolo agua que reflejaba el cielo del mar, mientras el sol unía aquellas dimensiones como una maqueta escolar que nunca pude terminar…

Hasta que me aburrí de recordar y los fui a despertar a todos, pero la tristeza que no era medular en la tragedia ya no importaba más porque todos dormían dentro de sus cuerpos intactos de movimientos ajenos colmados de sobresaltos internos en un hospital soñando la sanidad y sus entrañas se revolvían en sus vientres de mármol y sus colmillos rígidos de elefantes asfixiados por treinta y seis horas de amor clavados en sus propias mentes a pesar de las toneladas que pesaban sus párpados ciegos a la luz de las lámparas fueron sacudidos sin sentido como las sirenas sonámbulas que cantando aturdían polillas marinas en la guerra de los sexos era la invitación a un sueño más profundo el secreto de una mujer que se escondió tras el velo del placer y la libertad que aprendió en una revista de belleza en pos de sueños masculinos en aquella bélica noche que se tornaba mediodía con un poco de Coca-cola con un poco de clorfenamina.

martes, 17 de febrero de 2009

Capítulo 17: Las treinta y seis horas de amor.

Era difícil determinar quién hablaba. Nos habíamos fumado en una hora lo que debía alcanzarnos para veinticuatro por tres, que es setenta y dos, pero a esa altura ya nadie alegaba, pues nos encontrábamos alto, muy alto en las alturas renegadas por los hombres que se conciben despojados de la inmortalidad de sus almas. Los lindes de la realidad, los contornos de los dibujos de los cuerpos, el yo y el otro, el amor y el odio, todo parecía, como en todos esos momentos de juvenil éxtasis, desvanecerse y convertirse en porro.

Estábamos, literalmente, echados en el sillón. Echados a nuestra suerte, que ya estaba echada. ¿Buena? ¿Mala?

Había varias sillas, otro sillón y, claro está, el suelo, pero preferimos arrimarnos todos a un mismo anzuelo. Sabíamos que ya pronto picarían, así que tanto mejor: había espacio suficiente para que pudieran deambular.

La primera fue la Mujer Metralleta, siempre tan correcta y tan coqueta. Grande fue nuestra sorpresa al darnos cuenta de que ya no esperaba a nadie, pues venía colgada del brazo de Loquillo, que en la mano del otro brazo (porque las manos son de los brazos) traía una pistola y los ácidos que le había prometido a Pablo. ¡Imagínense cómo se sintió El Paranoico, que del susto tomó a su esclavo-amigo de un brazo y lo arrojó sobre Loquillo, gritando como un loco que él no había sido!

Las sirenas nos servían vino de sus bocas y de sus ombligos escamosos, cortantes y profundos. Nosotros ni nos movíamos de nuestro sitio. El panorama era muy lindo (“¡Putas de mierda!”, pensé que habría pensado Ratón que sería bueno decir, para así desahogarse de la mierda en la que se ahogaba, diciendo algo que no podía decirse ni en ese momento, ni en ese lugar, ni en muchos otros, a saber: el patio de Letras o el Food Garden, que para nosotros era como el Jardín Gigante de Mundo Mágico, pero con peligros reales; pensé que pensábamos todos en nuestra propia mierda, y que recordábamos a Ratón como el Gran Mártir de nuestra era), pero no había tiempo suficiente como para pensar en pensar ni en pensar lo que otros pensaban, no fuera a ser cosa que los ejecutivos karatekas se tomaran el poder (el vino del poder, como le llamábamos nosotros).

lunes, 16 de febrero de 2009

Capítulo 16: Volver.

-Tenemos para tres días, cabros.

Una vez más, el tiempo se había vuelto una sola cosa. Nos parecían una banalidad los días y las horas. Vivíamos como inmersos en un constante flujo que condensaba pasado, presente y futuro en un mismo punto que deambulaba en un espacio trascendente: el de todos los ausentes: Ratón.

Habían pasado ya treinta horas desde la última vez que habíamos estado bajo el efecto de la lucidez, esa droga que tantos problemas nos había acarreado al hacernos recordar una y otra vez... Así que nos sentíamos bien, tranquilos, aunque la realidad en torno a nuestra tranquilidad parecía desesperar y girar y girar.

-¿Cómo están, chiquillos? –preguntó Coke, en esos tonos sensuales con los que suele acompañar ese tipo de frases en momentos inusuales.
-¿Trajeron drogas? –preguntó Cristóbal, como haciéndose el huevón, pero completamente inmerso en el jugueteo regalón.

Por supuesto, ellos habían traído. Habían bajado a la caleta, y entre marines mercantes, hermosas sirenas traicioneras y pancoras gigantes, habían logrado traer caleta, abriéndose paso para trazar un cauce. Así, el río y el mar habían chocado -el río sonaba (ergo, piedras llevaba)-, y a camotazo limpio Claudio y Coke lograron zafar con doce lucazos por trecientos pesos. ¿Los marines? Eran. La habían hecho de oro -que es lo más importante de todo, como dice Piñera.

-Y pensar que hace más de treinta horas que estamos en el mismo lugar –dijo uno.
-Tenemos que llegar a las treinta y seis –dijo otro.
-Las treinta y seis horas de amor –dijimos todos.

domingo, 15 de febrero de 2009

Capítulo 15: Depresiones noventeras.

No nos habíamos puesto tristes porque se oscurecía, tampoco por la música, pero conforme pasábamos de miradas calzadas a pies ciegos y cansados –que My Bloody Valentine, que Slowdive, que Chapterhouse– nos íbamos demacrando cada vez más. La vida nos parecía, de nuevo, una broma fatal y para colmo, el día había nacido cerrado, ahora que ya era tarde, y pensábamos que hubiésemos preferido penetrarlo. Cegados como estábamos por la niebla espesa que nos cubría desde las partes nobles a las lacayas -que a veces parecían duras como robles- no nos quedaba otra que resignarnos a quedarnos pegados a nuestras sillas de playa, bajo un techo de playa y dentro de nuestras penas de adolescente noventero, esbelto y canalla.

Pronto comenzamos a sentir hambre de absolutos, así que no nos llenábamos con nada. Deseábamos amar, pero no suicidarnos antes de tiempo. Qué mal. Y los niños-monstruos aún no llegaban.

-Los niños-monstruos aún no llegan –dijo Cristóbal.
-¿Quieres que formemos una familia-monstrua? –dije yo.
-¡Oh, tú, narrador! ¿Por qué nos refieres siempre en primera plural? –replicó Cristóbal, con su incisión habitual.

Y los fenómenos que no llegaban. Yo ya pensaba que las cicatrices y las sobredosis de Olanzapina, a diferencia de lo que pensaba mi psiquiatra, eran clamores de vida. Podrida, pero vida al fin y al cabo. Así fue cómo, de serenidad sufrida a euforia catatónica, mientras yo botaba cosas y Cristóbal declamaba poéticos insultos, ambos completamente descontrolados y doblemente nublados, ahora también por las cataratas que bajaban desde las cejas hasta nuestros labios, pasamos en menos de un segundo y tanto.

Sin embargo, no bien hubieron llegado Coke y Claudio, nos calmamos: somos los más fieles exponentes de la "Generación Espontánea".

jueves, 5 de febrero de 2009

Capítulo 14: Un maestro.

Les contaré mi historia: fumo para ser libre. Cada vez que fumo, el sentido de la responsabilidad se torna, primero, ansiedad; luego, serenidad; al final, vacuidad... Y vivo porque quiero, los colores los ordeno en el cielo. Después los desordeno y todo huele tan bien… La comida sabe tan bien como sus besos. El bien y el mal son tan buenos. El mundo entero se postra ante mí y huele mis pies, que también huelen bien, y las ideas fluyen por mis dedos hasta llegar al papel. Las demás se me olvidan, pero sé que ahí están, que el universo es su lugar y que es el mismo que el de Candy.

Era rica Candy. Era chica, pero cuando la veía yo tenía como su edad, así que no me miren feo. Además, el amor no tiene edad, sino, más bien, una especial capacidad de transmutar. Transmuta paulatinamente. Paula, tina, mente: Paula, que bella te ves en la tina, cuando cierro los ojos y te veo en mi mente. Ojala existieras afuera, en otro lugar que no fuera mi cabeza.

Siento haberme desviado del tema. Ahora mismo me voy hacia el otro lugar, allí donde las palabras no están en cursiva y el escribir semeja la realidad.


Ese día me pasó algo extraño: estaba tan volado que comencé a sentirme mal. Nunca me había pasado. Fue como salir de ese estado de letargo de la moral, verme entre tanta suciedad y levedad y sentir cómo la conciencia pesaba más que la mismísima Trinidad…

Tanto tiempo y dinero perdidos entre risas sin sentido, humos, polvos, líquidos y silbidos me hicieron recapacitar. Tomé mi chaqueta y salí a buscar drogas más interesantes que disfrutar, no sin antes bajarme el vino que había quedado del anterior festivo. A los pocos minutos volví. Me había ido mal, pero no se lo podía explicar. Mi intuitivo amigo Cristóbal me quiso consolar, recordándome a un antiguo personaje en la historia de nuestras vidas: Boris, ¡qué chaval!

Boris, Boris, Boris… Estuvimos toda la tarde hablando sobre Boris, un muchacho que había sido mi compañero en el colegio y con el que más tarde nos toparíamos los Policías Jóvenes en el otro colegio, el Pontificio.

Boris era bien amigo de Loquillo (Loquillo no fue al Pontificio, pero sí al Nacional). Junto con él y otros chiquillos –ahora solo recuerdo a Guagua, a Nufre, a Wally y a Servicial– fundaron un clan secreto. Yo nunca supe muy bien de qué iba. La cosa es que Loquillo terminó mal. Lo internaron. Estuvo cerca de diez meses en la UTI del Horwitz Barak –ese que tan bien pronunciaba Coke–. Los Policías desconocíamos el paradero de Boris; nunca tuvimos la oportunidad de darle las gracias por lo que sea que él le hubiese hecho a nuestro amigo.

Recuerdo que una vez, Boris me invitó a las canchas a fumarnos un Orange California. Me contó muchas cosas sobre él, porque decía que sabía que yo podía entenderlas. Que lo veía en mi tercer ojo, decía. Fue ese mismo día que yo supe que Boris padecía una extraña enfermedad: profanamente, podría decirse que estaba incapacitado para retener información estructuralmente compleja, excepto entre las cuatro y las ocho de la mañana (hora de Nueva York). Pero eso no era todo: también padecía de Hipersomnia Vespertina. Era bien complicada su situación. Más encima, siempre fue un gran fumador de marihuana y, como todos sabemos, –y aquí todos los Policías Jóvenes responden al unísono, pero en una forma harto particular de unisonoridad, por lo que se oye un rumor ininteligible que traduzco a continuación– “la marihuana afecta la memoria”.

Boris estudió Letras, al igual que la mayoría de los Policías Jóvenes.

(¿Qué cosa es Letras? Me da urticaria, como dice mi tía Adelaida. Odiaba tener que explicar qué cosa es Letras. Cuando se me agotó la imaginación y no pude seguir inventando chistes al respecto, me daba hasta pena que me lo preguntaran. Me sentía derrotado, y profundamente frustrado. Hasta que una vez oí a alguien decir que era una carrera en que nos preparaban para ser los grandes sofistas de la nueva escuela. Me gustó harto la idea. Continué repitiendo mis viejos chistes a modo de respuesta, pero cada vez que alguien se mostraba interesado en saber qué era lo que estudiaba, recordaba esas sabias palabras y me sentía aliviado).

Nunca supimos cómo lo hizo, pero estábamos seguros de que en la respuesta radicaba el éxito. Al menos, el suyo. Tratando de hilar sus ideas, lo que constituyó un discurso bastante caótico –según él, como todo discurso que emitía y que se tratase directamente de él mismo–, desarrolló una habilidad mnemotécnica fuera de serie. O dentro de una serie, pero de una bien larga. Un verdadero sacramento cognitivo.

En su peor época, podía vérselo sentado en el patio, en el pasto o en los pasillos, cual Buda concentrado, inmóvil, vegetando, germinando, brotando, re-naciendo, siempre diez o quince minutos antes de las pruebas. Cuando era tiempo, se levantaba y corría a ubicarse en la primera fila para vaciar sus pecados como un endemoniado, lo más rápido posible, para bajarse cuanto antes de la rueda que giraba, Samsara, rodando. Y el Karma y la Nueva Vida, y luego las mujeres y la lujuria empedernida. Pura vida.

Nunca tardaba más de diez minutos, y jamás omitía. El Noctámbulo Boris, le decían.

De eso hablábamos con Cristóbal, cuando de pronto se empezó a oscurecer. Nos pusimos tristes. Cristóbal me dijo que José de la Cruz (un amigo de él que estudiaba Filosofía) le había contado que El Noctámbulo Boris ahora dictaba unas cátedras en Harvard; que había hecho un doctorado en psicolingüística; que su tesis versaba sobre aspectos de la meta-cognición; que era famoso por exponer temas increíblemente complejos y densos en no más de diez o quince minutos y que no había espacio destinado para las preguntas del público; que lo ovacionaban y que ahora, en Chile, ya no lo editaba la Editorial Problema, sino la Universitaria. Yo le contesté a Cristóbal que sí po, que es como cuando te das cuenta de que la gente-masa responde menos certeramente que un animal a los problemas que le presenta su habitat, y lo dije de forma tal que la sílaba tónica fuera –tat para que se produjera la rima asonante con animal; también le dije que eso de que el hombre era el único animal que no tropezaba dos veces con la misma piedra era posible observarlo empíricamente, todos los días, en el metro, cuando los usuarios trataban de salir por una puerta que estaba mala –de esas que forman parte de un sistema doble de puertas, del cual no se puede abrir la segunda sin haber abierto la primera– y, en vez de devolverse y salir por otra, se quedaban tratando de abrir la misma maldita puerta. Cristóbal me respondió que sí po, que de más. Después me preguntó que qué tenía que ver todo eso con lo de El Noctámbulo Boris.

Mentira. No me preguntó nada.

De tanto hablar, terminamos relajados como en un baño de tina.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Capítulo 13: Las botellas mágicas.

La misión que había quedado asignada para cada comitiva era diferente la una de la otra: mientras que Coke y Claudio tenían que conseguir paraguas (a esa altura, eran paraguas o la muerte; paracaídas no había), Cristóbal y yo teníamos que conseguir la cerveza de las 11 A.m. en un supermercado y sin tener que pagar absolutamente nada, porque justo en ese momento se nos había olvidado el asunto del dinero en las sociedades capitalistas y mucho más tarde nos daríamos cuenta de que habíamos salido de la casa sin peso chileno alguno en los bolsillos.

De lo que sí éramos conscientes era de que la separación que habíamos efectuado marcaba un hito en nuestro viaje. Cada uno recordó en ese momento –lo sé– el día en que supimos quiénes éramos. Además, recordábamos a Ratón, pues por él hacíamos lo que hacíamos.

Deseábamos que todo esto fuera una pesadilla. Después deseábamos que mejor no, porque si no podíamos despertar, eventualmente nos podría haber llegado a pasar eso de “irse en el sueño” –imaginé a Tata como Freddy–, lo que habría sido como un sueño mojado, pero en sangre. Con todas esas ideas en nuestras cabezas, a mí lo que me parecía era que toda la ficción que vivíamos se volvía cada día más científica, al tiempo que apocalíptica, lo que nos ponía la piel de gallina sobre el tapete, pero como nos aburría hablar sobre cobardías, elegimos hablar disparates. Lo que pasa es que parte del genotipo de los Policías Jóvenes es rechazar la cobardía. ¡Imagínense el Apocalipsis ahora! No, gracias. No andábamos de ánimos para imaginar finales abruptos al estilo Crónicas de una muerte anunciada.

Entramos al supermercado entre paradojas y aporías, embotellados y vacíos. Era una de esas sucursales enormes que semejan moles (los “malls” o “moles”, en español for dummies, son grandes moles de acero crediticio, muy denso. Dentro, conviven cientos de especies de locales y tiendas de la más diversa índole. La heterotopía es muy explícita: comida, ropa, juguetes, línea blanca y electrónica). La señora que estaba en el lugar de la recepción de los envases nos miraba raramente, con unos ojos como de sandía y una cara de iguana resentida. Mente. Yo no sabía si nos estaba coqueteando o si era de esas personas a las que los torsos desnudos les parecen cosas de rebeldía.

El verdadero significado de la expresión de la señora se hizo evidente cuando nos retornó inmediatamente las botellas, mascullando “¿desean llevar cervezas retornables, dejando por ellas envases desechables, los jóvenes?”. Cristóbal saltó enfurecido. Comenzó a gritarle que en un país donde lo inflamable era lo flamable, los Simpsons eran como unos dioses y los poetas eran cobardes, poco se podía debatir en torno a lo retornable. Por supuesto, yo me contagié rápidamente de esa furia desatada en mi compañero, quien venía emergiendo de profundas cavernas caviladas con techos de estalactitas afiladas; solidarizando con la tristeza de sus reflexiones, más que con la pertinencia de sus emociones, tomé todas las botellas y las arrojé al piso, y no sé por qué extraño fenómeno se rompieron -al mismo tiempo- unos vidrios en el departamento de niños. No nos quedó más que correr. Hacia el departamento de niños, por supuesto.

Lo que pasó después, ni a mi memoria le interesa. Solo sé que en nuestras playeras tenidas, semidesnudos y calzando simpáticas chancletas, regresamos sanos y salvos a la guarida, sin un peso en los bolsillos, como al principio, pero cargados de cerveza. Nos instalamos en el living-cocina-comedor, en torno al Gran Sillón. Dejamos escurrirse un shoegaze por el colador de sonidos de los parlantes, de modo tal que el step by step de nuestra jornada jamás deviniera cámara rápida.

martes, 3 de febrero de 2009

Capítulo 12: Darse un tiempo.

Ahí estaban durmiendo Claudio y Coke, encima de unas bancas.

Cuando despertaron, Claudio decidió por todos nosotros: lo mejor sería que nos separáramos: Cristóbal y yo iríamos hacia la cordillera, Coke y él hacia la costa, para mojarse las molleras. A mí me preocupaba la idea de que fueran solos hacia la costa, porque el día anterior supe, por una fuente muy confiable que suele proveer de toda suerte de datos curiosos a los Policías Jóvenes, que en un cerro de Coquimbo había una mezquita. Cuando hay moros, la gente de la costa no sale. “Por algo será”, pensé. Pero en ese preciso momento no veía ni la Cruz del Tercer Milenio de lo poco ortodoxo de mi estado, por lo que decidí preocuparme de encaminar mi talante tras los pasos de Cristóbal, la intuición ambulante.

En una calle llamada “Los Pimientos”, condimentamos nuestra separación en comisiones con miradas nostálgicas, cual Seth y Evan se alejasen el uno del otro y se marchasen con sus respectivas parejas –juzgue usted quién el varón y quién la hembra. No volvimos a ver a Coke y a Claudio ese día sino hasta bien entrada la tarde en los dominios de La Antigua América. Noche, perdón. Y entre tanta imagen evocada, tantas responsabilidades ahogadas, surgió un vívido pensamiento: aquello que llamábamos tarde no era sino el nacimiento del ocaso, cuyos lindes lo separaban difusamente de la mañana, el nacimiento del día. Así, fueron la mañana y la tarde el primer día del resto del ocaso de nuestras vidas, esas vidas de antes de irnos a morir unas buenas noches.