viernes, 20 de febrero de 2009

Capítulo 18: After.

Las sirvientas, sin pantaletas; los del negocio, sin kimono; las sirenas, sin aletas y nosotros, sin psicosis ni presas frescas, sin ácidos ni metralletas. A eso de las ocho de la mañana, sólo Claudio con una radio en la cabeza o sólo una mosca gigante -sólo una de las dos posibilidades- irrumpía en la quieta escena, cuya quiescencia irreal devenía cuadro surreal, sin enmarcar ni decorar, pero pronto, ella también cayó al suelo y al silencio. Muy quieta se quedó. Nunca más voló. Se murió.

Me levanté y pisé a la mosca por precaución. Luego, me senté.

Los Policías seguíamos haciendo de las nuestras: decidíamos a cada segundo permanecer tendidos al sol o a un montón de ampolletas electras (en ese momento, era lo mismo), imaginando con miedo el poder llegar a ser eternos y no tener remedio ni recetas, inmersos como estábamos en Nuestra Gran Tragedia Griega.

Como era el único que quedaba despierto en ese momento pretérito, decidí hacerme cargo del tiempo -como Cristóbal, del niño eterno- escapando por adelantado, fuera de los límites de lo permitido en esa libidinal casa que Coquimbo había dispuesto para nosotros, de la misma forma en que Dios puso al hombre en el jardín terreno que semeja al cielo.

Estando afuera me puse a recordar las innumerables ocasiones en que quise lanzarme hacia el cielo, creyéndolo agua que reflejaba el cielo del mar, mientras el sol unía aquellas dimensiones como una maqueta escolar que nunca pude terminar…

Hasta que me aburrí de recordar y los fui a despertar a todos, pero la tristeza que no era medular en la tragedia ya no importaba más porque todos dormían dentro de sus cuerpos intactos de movimientos ajenos colmados de sobresaltos internos en un hospital soñando la sanidad y sus entrañas se revolvían en sus vientres de mármol y sus colmillos rígidos de elefantes asfixiados por treinta y seis horas de amor clavados en sus propias mentes a pesar de las toneladas que pesaban sus párpados ciegos a la luz de las lámparas fueron sacudidos sin sentido como las sirenas sonámbulas que cantando aturdían polillas marinas en la guerra de los sexos era la invitación a un sueño más profundo el secreto de una mujer que se escondió tras el velo del placer y la libertad que aprendió en una revista de belleza en pos de sueños masculinos en aquella bélica noche que se tornaba mediodía con un poco de Coca-cola con un poco de clorfenamina.

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