-Tenemos para tres días, cabros.
Una vez más, el tiempo se había vuelto una sola cosa. Nos parecían una banalidad los días y las horas. Vivíamos como inmersos en un constante flujo que condensaba pasado, presente y futuro en un mismo punto que deambulaba en un espacio trascendente: el de todos los ausentes: Ratón.
Habían pasado ya treinta horas desde la última vez que habíamos estado bajo el efecto de la lucidez, esa droga que tantos problemas nos había acarreado al hacernos recordar una y otra vez... Así que nos sentíamos bien, tranquilos, aunque la realidad en torno a nuestra tranquilidad parecía desesperar y girar y girar.
-¿Cómo están, chiquillos? –preguntó Coke, en esos tonos sensuales con los que suele acompañar ese tipo de frases en momentos inusuales.
-¿Trajeron drogas? –preguntó Cristóbal, como haciéndose el huevón, pero completamente inmerso en el jugueteo regalón.
Por supuesto, ellos habían traído. Habían bajado a la caleta, y entre marines mercantes, hermosas sirenas traicioneras y pancoras gigantes, habían logrado traer caleta, abriéndose paso para trazar un cauce. Así, el río y el mar habían chocado -el río sonaba (ergo, piedras llevaba)-, y a camotazo limpio Claudio y Coke lograron zafar con doce lucazos por trecientos pesos. ¿Los marines? Eran. La habían hecho de oro -que es lo más importante de todo, como dice Piñera.
-Y pensar que hace más de treinta horas que estamos en el mismo lugar –dijo uno.
-Tenemos que llegar a las treinta y seis –dijo otro.
-Las treinta y seis horas de amor –dijimos todos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario