jueves, 1 de marzo de 2012

Focus group

-Nos hemos reunido alrededor de esta mesa para dialogar en términos complicados. Utilizar conceptos que hagan incomprensible nuestro vocabulario para agradar, de esta manera, al que ostenta el cargo superior en la cadena administrativa de este negocio. Supongo que a la persona mentada le parecerá atractivo el tema que a nosotros nos convoca y que fingimos que nos interesa. Tanto hemos trabajado este talento que incluso nosotros mismos nos convencemos. Sin embargo, recuerden que no hay que olvidar la naturaleza.

-¿Alguien aprueba la intervención del colega?

-Quiero responder a su insolencia con este proverbio: nadie miente cuando dice la verdad. Prosigo. En el ámbito de los conocimientos, éstos se han desarrollado de acuerdo a lo contemplado durante el proceso de realización de los productos... A eso me refiero. ¿A quién engañamos? Somos mestizos jugando a ser europeos. Mejor, les compartiré una idea que se me ocurrió en la mañana: estaba yo orinando, cuando, de pronto, se me ocurrió la fórmula óptima para perder el tiempo: masturbarse en horas laborales.

-¿Le parece apropiado referirse en esos términos?

-Sí. Continúo. Tal como se restringe fumar, debiesen colocarse señaléticas en los baños de nuestro establecimiento que prohiban la masturbación. De esta manera, los niveles de productividad y rendimiento alcanzarían la cima.

-¡Contrólese, hombre, por el amor de Dios!

-Querrá decir: "por el temor de Dios".

¡Plop!

martes, 7 de julio de 2009

Acto y potencia grado tres.

Científicos de la Universidad de Oxford, según una nueva categorización de las relaciones interpersonales, la que ha sido aprobada por el Tribunal de la Haya, cuya labor, que todo lo vence en asuntos internacionales y que excede lo meramente legislativo, trascendiendo hacia horizontes inconmensurables, han hecho mucho poquito y nada respecto de la sociedad en Chile. Aun así, han llegado a la conclusión de que no son científicos, pero sí muy amigos, y “en tronos de oro se van perdiendo los tesoros”, así que no sabemos con exactitud de qué va todo esto.

Los amigos, otrora científicos, han observado sin tanta minuciosidad, pero con mucho mayor optimismo, que, al pasar los años, se han vuelto más amigos. A su vez, descubrieron que, entre sí, unos compartían cosas que otros no.

“Es lo que las culturas precolombinas denominaron amor, o Roma, no lo sé, estoy muy confundido”, aseveró, campante, Oscar -alias El Premio Oscar.

Entre otras fruslerías, nos compartió el hallazgo en una entrevista en vivo, como todas las entrevistas que no han dejado de ser: “a partir de la observación de las conductas ligadas al instinto primario de conservación de la especie, alias 'cobijar al Bambi', en el ámbito de las relaciones interpersonales entre los sujetos que circunscribimos al segmento etario que denominamos 'adolescente', desde un enfoque psico-social, hemos podido fijar dos grandes tipos de subjetivaciones del otro en tanto otro (obviando a Rimbaud y a Shan Tsung, que en cualquier momento deviene Rimbaud): el otro como potencia y el otro como acto. En resumidas cuentas, aquel que te podría servir y aquel que no te sirve. Sucintamente, aquel que te gustaría y aquel que no. Pero eso es solo una parte. No se vayan, no soy un idiota. Por favor. Si empiezan una entrevista… No, no, no es así, ustedes son periodistas, hagan su trabajo… ¿Y ustedes? ¿Y ustedes? Ustedes también… Terminen lo que empezaron… ¿Y qué les estoy diciendo yo?... Váyanse a la conchesumadre”, y los periodistas perdimos.

domingo, 15 de marzo de 2009

Los Superamigos.

“El Hancock” (por su parecido nada similar con el actor Will Smith), le decían los lugareños de La Playa que lo vieron llegar un día con su tremenda cabeza, con sus ojos sobre sus lentes, con su cuerpo pequeño y delgado -salvo la parte de los brazos, los pectorales y los hombros- y con su paisaje de fondo, que si no era la bella y permanente representación de su pasado, entonces qué cosa era: detrás de él se podía ver siempre y con perturbadora claridad -más claridad que la deseable por los playenses-, fuera donde fuera, una casa próxima a un árbol y, en perspectiva, una cordillera, el típico dibujo de un pequeño escolar que ha vacacionado en el campo y que después se cree especial porque todos los dibujos de sus compañeros han sido sobre playas.

(Abro un paréntesis para contar el caso de un hombre que cuando niño dibujó un campo, lo que más tarde determinaría su concepción de la realidad:

Tomás Goicolea, reconocido profesor de Pensamiento Histórico de la facultad de Historia de una universidad de cuyo nombre no me quiero acordar, vivió profundamente convencido de que la historia empezaba cuando él nacía y el gran Apocalipsis no significaba otra cosa que una metáfora sobre su muerte: una maravillosa metáfora, una maravillosa muerte. “Ojo con los adjetivos”, pensaba que habría pensado un Huidobro, un Borges, aquellos nombres que se le antojaban atemporales, anacrónicos, irreales, pues excedían los límites de lo propiamente histórico.

“Nada fuera de la Historia merece ser concebido en serio, sino apenas imaginado como estela de un paso imaginario”, aseguraba en las clases que impartía a sus alumnos. Sin embargo, lo que sus alumnos no alcanzaban a comprender era que cuando el profesor hablaba de Historia, en realidad hablaba de su propia experiencia, y que los textos que les hacía leer para las clases, de cuya autoría sólo él era responsable, no eran más que artículos críticos sobre su Diario de Vida –porque, para él, su Diario de Vida era La Gran Crónica del Tiempo, la única y verdadera Historia Universal.

Pasaba tardes enteras meditando, reflexionando en torno a la problemática del fin de la Historia, el fin de toda era, el inicio de lo que algunos de sus colegas daban en llamar, orgullosamente, la “Posthistoria”, tan laxamente como quien refiere, por decir algo, la postguerra.

A los siete dejó de asistir a la escuela. Cuando le preguntaban por la razón del abandono, su madre siempre respondía “es que mi niñito es muy autovalente”. Autovalente… ¿Dónde habría escuchado el término la señora? Seguramente, en alguna ridícula conversación con sus amistades.

La cosa es que, autovalente o no, Tomás nunca destacó por el equilibrio de su mente. Él decía que lograba dar con los puntos neurálgicos en cada texto, y que todos ellos convergían en la historiografía –que era su término favorito, oído a un profesor de historia que visitó a su madre, poco tiempo después de que su papá hubiese desaparecido.

Tomás no tenía amigos, pero sí muchos libros. Todos historiográficos, desde luego. Su favorito era “En busca del tiempo perdido”, una serie de, en total, siete documentos que para él atestiguaban su singular concepción de la Historia: la memoria del narrador, sus recuerdos y los vínculos que creaban entre ellos: su propia vida, su propia obra.

Un día, Tomás resolvió no creer en la prehistoria ni en una eventual posthistoria -ese día, por lo demás, no tiene nada que ver con la cronología que tiene o no tiene este relato. Otro día, sus postulados repercutieron en el campo de la Geografía: según su escuela de pensamiento, el mapamundi era un mapa de los lugares que sólo él recordaba haber visitado.

Gustaba terminar sus conferencias arengando a la audiencia: “se hace camino al andar”, decía, pero rehusaba la teoría de que el tal Machado fuera el creador del verso. Creía, más bien, que él era Antonio Machado en una de las tantas dimensiones de su propia mente: para él, todos los libros eran un montón de hojas en blanco, cuya escritura dependía de lo que él proyectaba en esas páginas en un momento dado de su existencia, plena y poderosamente consciente. En otras palabras -pero no en unas muy esclarecedoras-, las páginas escritas eran la viva manifestación de la idea que el pudiera tener en mente en el momento exacto en que abría un libro y lo leía. ¡Y vaya que leía! -el problema radicaba en que nadie sabía exactamente qué era lo que el profesor entendía durante la lectura, pero no había discusión sobre que su concepción del mundo resultaba estéticamente fascinante, y por ello la conmoción.

Siempre escéptico, murió un 31 de diciembre del año 2… En su epitafio no se escribió nada -¿quién lo iba a leer, si la historia empezaba y acababa con su existencia?- y hasta el fin de sus días ni a su madre le creyó que era mayor que él. Para Tomás, todas las cosas tenían su misma edad. Lo que variaba era su calidad, su caducidad.

“Tranquilícese”, le dijo un día su profesora de Kindergarten. Lo que pasó fue que Tomás estaba dibujando sus vacaciones y vio que su compañera de banco, que siempre lo perseguía para molestarlo, había pintado de azul toda la hoja, con el lápiz que él le había prestado. Tomás se puso a llorar. La profesora se le acercó y le preguntó: “¿qué te pasa, Tomás?”. Tomás le explicó, muy precariamente -como explican los niños de cinco con mentalidad de dos-, lo que había acontecido. Que esto sirva de subtítulo a sus llantos y alegatos entumecidos: su madre siempre le revisaba los útiles escolares cuando él llegaba a la casa, si le faltaba uno su madre lo castigaba y su compañera le había gastado casi toda la tinta scripta para después no pintar ninguna forma encima. Como la niña no le quiso devolver el lápiz, ambos forcejearon por este hasta que el objeto se rompió en dos. Su destino, entonces, era irremediablemente trágico.

La profesora, sin embargo, entendió todo de una manera muy particular: pensó que el niño Tomás lloraba porque no conocía el mar y porque le daba miedo lo que su compañera, dibujando, le quería mostrar.

Tomás no conocía el mar. El sexto sentido femenino de la profesora había sido útil para descubrir una verdad, pero una verdad inútil, porque no incidía para nada en la solución al problema del infante. Qué derroche de caridad.

La compañera le explicó a Tomás lo que era el mar. La madre le revisó los útiles escolares a Tomás. La madre le dijo a Tomás que le faltaba el lápiz azul. Tomás le dijo que sabía lo que era el mar. La madre mandó a Tomás a su pieza, castigado.

Las mujeres son de Venus y los hombres son de Marte. Ese martes habían castigado a un niño que, desde la ventana de su pieza, miraba fijamente el planeta luminoso, mientras escuchaba los gritos alegres de sus amigos que jugaban en la calle. Tomás pensó, contemplando ese punto brillante en el cielo, que su compañera era infinitamente perversa y que pedirle el lápiz para pintar el “mar” sólo había sido parte de su maléfico plan. Por eso, decidió no creer nunca más en ella, ni tampoco en su profesora, ni en su madre ni en nadie que no fuera él mismo.

Debido a la causa de ese castigo, Tomás siempre fue reticente a la idea de visitar la playa. Sólo iba al campo –de alguna manera su caso podría parecerse al de El Hancock, pero no, no en realidad, porque El Hancock era mucho más surrealista y su caso se manifestó de una forma completamente diferente. Algo así como lo que le sucedió a El Vanguardista… Pero esa es otra balada.

Cuando Tomás decidió ver el mar por vez primera, su postura ante el mundo se encontraba completamente articulada, por lo que concluyó lo siguiente: la manifestación del mar ante sus ojos no era más que la proyección de su trauma de infancia –se había leído unos libros de El Exigente, pero en realidad se había leído a él mismo.

Luego de ir a La Playa -el destino turístico menos solicitado del planeta Tierra, porque así lo definen las estadísticas de turismo nacional e internacional-, Tomás pasó a comprar un lápiz a un supermercado llamado “Los Superamigos”.

Cierro el paréntesis.)

El Hancock era un hombre solitario.

Su historia era bastante hija de puta.

Su campesina madre murió inmediatamente después de su parto, porque su tremenda cabeza le destruyó el cuerpo de indecorosa forma.

El Hancock vivió sus primeros años en el campo, junto a su padre, en la casa que en algún momento había sido de sus difuntos abuelos. Sin embargo, poco duró su estadía en el lugar porque, a sus cinco años, su padre se suicidó, justo antes de que él ingresara al colegio, destruido por la muerte de su esposa. Nunca pudo superar la partida de su amada, viendo todos los días la apariencia de su primogénito asesino.

No tenía tíos maternos y paterno sólo tenía uno: un viejo solterón que vivía en Santiago. Él fue el que se hizo cargo de El Hancock, llevándoselo a la ciudad e inscribiéndolo en una escuela pública muy mal catalogada.

Ahora, unas rimas no vendrían nada de mal:

El Hancock al salón de clases llegó, pero solo se quedó, porque con ninguno de esos mocosos rimó, juntó ni pegó, y en el último asiento de la sala se sentó. No tenía muchas posibilidades tampoco, ya que no quedaba otro pupitre disponible en la sala -como su tío era alcohólico, en la mañana de ese día no había dejado de beber y, por eso, no quiso llevar a su sobrino al colegio; entre eructos, sobresaltos, saltos, flatos y pedos le ordenó que se fuera solo al chiquillo de moledera ese, pero como su sobrino no conocía muy bien el camino al colegio, se desvió varias veces y no logró llegar a tiempo.

La profesora no lo presentó. De hecho, ni siquiera lo miró.

Como era el primer día de clases, los alumnos, siguiendo la tradición, comenzaron a dibujar sus vacaciones. El Hancock, que no sabía lo que eran las vacaciones, dibujó lo que siempre había visto: el campo.

La profesora, mientras los niños dibujaban, se paseaba por la sala, supervisando el trabajo de sus alumnos, y pensaba: “¡Pero qué despilfarro!”; “¡Qué cuota impaga!”; “¡Qué artefacto malo!”; “¿Si no es John Travolta?”.

Cuando se encontró próxima al asiento de El Hancock, le preguntó qué estaba dibujando, mirándolo no sin cierta repulsión (cierta verdadera repulsión).

-El campo puéh, maestra –le respondió El Hancock, con alta y campesina voz.

Los niños advirtieron el rural timbre del Hancock, razón por la cual no dejaron de molestarlo -mención aparte para su enorme cráneo y su cuerpo mitad robusto, mitad enjuto, enteramente enano, completamente chato.

El estigma de haber nacido en el campo fue materializándose, al punto de convertirse en una imagen pegada a él: donde fuera, la imagen de su dibujo de Kinder podía verse detrás de su cuerpo; donde sea que estuviera, podía contemplárselo de forma inmediata sobre el único lugar que su cabezota podía evocar: el campo.

El maltrato de sus compañeros nunca mermó, sino todo lo contrario. Esto provocó que el pobre campesino huérfano nunca intentara tener amigos, ni dentro ni fuera del colegio.

El Hancock no entró a la universidad. A pesar de que era muy estudioso, no era muy inteligente. Era muy tonto. Además, su preparación escolar pública no le servía de nada.

Durante el verano en que debía pensar qué debía hacer con su vida, su tío -que había sido internado en un hospital por una cirrosis fulminante- falleció. En su testamento, el difunto le heredó una casa y un supermercado que tenía en la localidad de La Playa. Como la casa de Santiago era arrendada, no tuvo más remedio que dejar la capital y mudarse a La Playa cuanto antes.

Como ven, no pudo pensar en nada. Al Hancock tampoco le importó mucho en verdad. Era una especie de nómade, sólo que a él su nomadismo se lo escogían, porque no lo querían ver en ninguna parte. “Eres una broma de la creación”, le dijo una vez un sacerdote.

Cuando llegó a La Playa, El Hancock se percató de detalles inexplicables como, por ejemplo, del nombre del supermercado, “Los Superamigos”: ni idea de por qué llevaba ese nombre. Si en el pasado había sido atendido por varias personas, si esas personas eran amigos, si eran súper amigos… No sabía nada de eso. Cuando él llegó, el supermercado aún estaba provisto, pero no tenía ningún funcionario. Quizá fuera que él, con su presencia, se encargara de ahuyentar a todo el mundo, sin excepción alguna.

El Hancock no sabía nada de negocios. Ni pensar en que fuera capataz. Lo único de lo que se creía capaz era de abrir el negocio y eso fue lo que hizo, pero nadie de La Playa se atrevió a entrar a comprar sus mercaderías en su supermercado, porque El Hancock era muy horrible. “Los Superamigos” se volvió un sitio triste y solitario, como él.

Pero dicen que no hay mal que dure mil años: entre los habitantes de La Playa se rumoreaba que al pueblo había llegado un turista. Un ilustre-intelectual-animal-racional.

El rumor se confirmó cuando los playenses advirtieron, con asombro, que una osada persona se atrevía a entrar al negocio de El Hancock. No se lo podían explicar.

Al entrar, el ilustre turista Tomás leyó “Cómo hacer amigos” sobre la tapa de un libro abierto, que escondía poca parte de la enorme cabeza de El Hancock, quien tan sentado, tan solo, tan absorto en la lectura, no advirtió que a su negocio había entrado un cliente.

-Disculpe. Señor.

El Hancock, al percatarse de que la voz se dirigía hacia él, tiró su libro al suelo con excitación y se incorporó en seguida.

-¡Mis disculpas! ¡No lo había visto entrar! –y se le escaparon unas lágrimas en los ojos, que no pudo ocultar.

Con una voz destemplada a causa de la gran emoción, que hacía crecer a su espíritu y a su corazón… O más bien, que hacía crecer a su espíritu o a su corazón… O mejor dicho, que hacía crecer a su fe… O que hacía crecer a su espíritu en el corazón de la fe… O ándate a la chucha, le dijo:

-Dígame, ¿en qué le puedo ayudar?

Mas, a pesar del cordial trato que él había tenido para con Tomás, a este le perturbó sobremanera el paisaje que El Hancock llevaba pegado tras de sí. Tomás no pudo aguantarse y le preguntó:

-¿Qué es eso que está detrás de usted?
-Es mi campo, patrón –le respondió El Hancock, un tanto avergonzado.
-Ya veo. En fin, déme un lápiz pasta azul y un cuadernillo.
-Aquí tiene. ¿Desea algo más? –le preguntó, volviendo a su éxtasis servicial, El Hancock.
-No. ¿Cuánto es?
-Señor, puede llevarse cuanto quiera de este local. Eche una miradita nomás. Si quiere le doy todo gratis, pero, por favor, sea mi amigo, se lo ruego, por favor…
-Señor, estoy dispuesto a pagarle el doble por el lápiz y el papel, pero déjeme tranquilo.
-Señor, yo sólo quiero ser su amigo, por favor… -le insistió El Hancock- Usted vino, entró, me miró…
-¡Señor! ¡Lo único que quiero es no ser su amigo! –le espetó Tomás- ¡Si no quiere mi dinero, entonces tome este dibujo y déjeme tranquilo! –y luego salió del supermercado, visiblemente irritado, porque por primera vez se había sentido cerca de aquello con que tantas veces se había enfrentado en sus libros historiográficos favoritos: “El nudo de la Historia” (la “H” era de su autoría, como todo lo demás en su vida, salvo este particular y determinante encuentro).

El Hancock vio que el dibujo que Tomás le había dejado no era más que una hoja de cuadernillo completamente rayada por el lápiz pasta azul.

Moraleja: “Ai a i a a i i i i o ia ” (Vicente Huidobro, Altazor).

lunes, 2 de marzo de 2009

Capítulo “Premium” (“pay per view”): Primera Parte y Final.

-Hola.
-¿Ah?
-78.
-No, amigo.

(Anónimo)


Antes de PP. JJ.... Los dinosaurios: “Jake consigue novia”.

-Maldita dinosauria, tráeme la cena. Apúrate.

Se llamaba de una forma, pero le decían El Apurado. Daba largos pasos y llegaba rápido. Hubo una vez en la que se encontró en apuros, pero resolvió todo rápidamente porque estaba apurado. Hubo una vez en que tuvo otro problema, inmediatamente después de eso que le pasó antes: llegó en la noche a su casa, al día siguiente fue navidad y se dieron los abrazos de año nuevo. Fin. “¡Apúrate ahora mismo, Apurado!”, le decía El Exigente, “¡Apúrate antes!”.


Después de antes de PP. JJ., entre ambos hemisferios del tiempo... “El nacimiento de los refranes” y “Los versos”.

"Mano que raya la que no se me mueve bien,
pie que mueve la que sí se te raya real",

le dijo, mientras arruinaba poco y nada de todo.

-Hay enfermeras entre tú y yo y nada más, Silvio -Silvio se llamaba El Apurado-; adjunto una carta:

Estimados enemigos,

cruzaron dos, omega, cien, pero nunca dos, omega, ciento uno. No dos, omega, ciento uno. Entiendan:

en algún punto cuadriculado
teñido bonito sobre celeste espinosa
(Espinosa era el apellido de El Apurado)
de la más manchada mente
siempre rubricó glucosa cosa
glucosas cosas muchas
lindas
feas
curiosas


Antes de después de antes de PP. JJ.… “Glucosas cosas”.

El Exigente exigía conocer las pesadillas de Silvio Espinosa (El Exigente era su psicoanalista, de la escuela de los rigurosos-exigentes). Un día, le exigió que se sentara en su sillón y lo hipnotizó rápidamente, tanto que El Apurado se hipnotizó solo, mucho antes de que apareciera el péndulo ante sus ojos, porque, además, El Exigente era un bueno para nada. Esto es una crítica social y tiene muchas comas. “Comas que están de más”, dijo El Editor, “y se cancela esta publicación”, agregó El Inquisidor, mandando a la hoguera a Juana de Arco y de defensa, a Franz Beckenbauer (Beckenbauer era el apellido materno de El Exigente). "¡Vamos!", no dijo nadie.


En la pesadilla de Silvio "El Apurado" Espinosa… “Un caracol”.

El Apurado debía dormir apurado porque siempre estaba apurado, ese era el motivo para que presupuestara ocho minutos diarios de sueño. Sumado a esto, el hecho de que El Apurado no tuviera tiempo suficiente para procesar los estímulos recibidos durante su vigilia, daban como resultado un sueño particularmente monótono: Ex nihilo, Silvio estaba en un pasillo. Para salir de este, Silvio debía simplemente abrir una puerta que se encontraba al fondo. Sin embargo, el sueño se tornaba pesadilla cuando descubría que él ya no era un ser humano, sino un caracol.

"Lo más kafkiano de todo", apuntaba El Literato, "no era el llegar al fondo del pasillo: era el darse cuenta de que, al llegar al final de este, la puerta se encontraba cerrada, como caracol no tenía manos y, entonces, dado su curioso caso, cómo chucha iba a abrir una puerta con ese gelatinoso cuerpo suyo" -como El Literato se creía Superman y Superlemebel, Superpostmodern a fin de cuentas, se arrogaba el derecho de ser grosero y de arruinar el espectacular metarrelato de los Policías Jóvenes-, pero El Literato dió sus teorías mil años después de que El Exigente se aventurara a esgrimir su primer diagnóstico: "El Apurado es apurado porque, debido a la onírica transmutación de sus traumas, los cuales se manifiestan para no permitirle ingresar a aquella tormentosa realidad que sucede con pasmosa inmediatez en flujo constante en cada nuevo día de su vida, le cuesta mucho abrir la puerta siendo un caracol y se despierta tarde para todo. A El Apurado deberían decirle El Atrasado", pero El Apurado no tenía tiempo para escuchar palabras y, por lo tanto, El Exigente era un bueno para nada.


Después de PP. JJ.… Los dinosaurios: “Jake consigue novia”.

-Maldita dinosauria del futuro, tráeme la cena -Jake era tu nombre.


Durante PP. JJ.… Capítulo “Premium” (“pay per view”): Primera Parte y Final.

martes, 24 de febrero de 2009

Capítulo 21: Nuevo desplazamiento.

-¿Aló? ¿Loquillo? ¡Maestro, hueón! Oye, ¿dónde estás? ¡Buena! –Erick sonrió y me levantó el pulgar de la aprobación-. Oye, maestro, ¿podemos ir para allá con el Cristóbal? Es que nos dejaron súper penositos aquí los maestros. Sí, súper rasca. Oye, pero… ¿Podemos ir para allá? ¡Buena! Allá te cuento lo que pasó, ¿vale? Te llamo cuando lleguemos al terminal. Nos vemos, maestro.
-¿Nos vamos ahora? –le pregunté a Erick.
-Sí –me respondió, determinante.

Erick me hablaba al mismo tiempo que guardaba sus cosas en su maleta. Yo lo seguía de un lado a otro, sin comprender absolutamente nada.

-¿Pero por qué tanto apuro?
-¿Cómo que por qué?

Quizá no me había enterado de algo. Repasé el papel escrito por Coke, pero sólo me parecía el escrito de un drogadicto. Sabía por experiencia propia que a los drogadictos no había que tomarlos en serio cuando se volvían escritores o apocalípticos o las dos cosas juntas. Yo había estado en situaciones similares tantas veces y al final me arrepentía siempre de las dramáticas ideas en las que era parte activa.

En una ocasión, llegué a mi casa con un amigo, ambos en un estado completamente marginal. Estábamos hablándonos el uno al otro al mismo tiempo, cuando de improviso surgió la idea de escribir una historia sobre un grupo de jóvenes que se veían involucrados en el asesinato de uno de sus amigos. El desarrollo de los acontecimientos tendría un sólo sustrato común: ellos no recordarían cómo había sucedido el delito, pero estarían seguros de que en la escena del crimen participaba otra persona, razón por la cual se provocaría una competencia entre unos y el otro por demostrar la culpabilidad ajena. La ridiculez de esta historia pseudo policial, pseudo detectivesca, debía ser el fiel reflejo de una sociedad ávida de criminales, hambrienta por señalar a una persona y convertirla en el paradigma de lo out en la ley de moda, para así poder reafirmar sus propios valores. La forma de este montaje debía ser la forma de nuestro relato y para ello, tomaríamos como ejemplo la televisión. Los personajes debían padecer inconcientemente del espectáculo que ofrecía y era nuestra sociedad. Por eso, su actuar cotidiano debía convertirse siempre en un evento representado. La idea era que el producto final de esta historia causara cáncer en los lectores que esperaban ver purgado el caos de lo espectacular en obras literarias y artísticas, sobre todo con el juego azaroso de perspectivas que debíamos lograr al co-escribir una historia sin demiurgo. El Apocalipsis del espectáculo era nuestro propósito. Sin embargo, nos dimos cuenta de que estábamos muy drogados y de que este discursillo nos sonaba adolescente y repetido. No creíamos en nada, ¿a quién engañábamos? La realidad, para nosotros, era autosuficiente. Nuestro juicio crítico podía ser o no ser, aquello no alteraba la esencia de las cosas. ¡Qué tontos fuimos!

-¿Estás listo? –me preguntó Erick.
-Sí, pero todavía no me dices a dónde vamos.
-A El Quisco, maestro.

Con el apuro, olvidé que la pregunta no era a dónde, sino por qué.

Un rato más tarde, partíamos en un bus desde el Terminal de Coquimbo. Al ritmo de los kilómetros por hora, nos despedíamos, junto con Erick, de esa calurosa ciudad, la cual nos había provisto de fatamorganas sin igual, pero de ideas para inculpar a Tata del asesinato de Ratón, ninguna -a esas alturas, daba lo mismo quién era el verdadero culpable o si acaso había en realidad un culpable, sólo nos hacía avanzar el ansia de convertirnos nuevamente en un punto ciego de la ley y para logar ese objetivo, teníamos que pintar a otro con los colores que correspondieran; ese otro era Tata, no había discusión al respecto.

Era el adiós. Una abrupta despedida. Abrupta como todas las cosas que nos sucedían últimamente. El destino era El Quisco y yo no entendía bien por qué, el por qué se acumulaba en mi mente y no me dejaba en paz. Pensé que, tal vez, mi naturaleza estaba impedida para entender la razón del movimiento. Comprendí el sufrimiento de Sísifo, pero miré a mi alrededor y comprobé que los estímulos de la realidad podían seguir progresando, permaneciendo o retrocediendo y yo no iba a notar el cambio sólo por empatizar con un sentimiento -de hecho, eso complicaba aún más el entendimiento del sentido, porque empatizar sólo equivalía a descansar, ignorante, en el flujo de las ideas. Yo no podía entender el por qué y, si no podía, para qué iba a intentar entenderlo.

-Mira –le dije a Erick, apuntándole un bote que navegaba en el mar.
-¡Los maestros! ¡Ahí están! ¿Se convirtieron en pescadores? ¿Por qué se convirtieron en pescadores?
-No sé.

lunes, 23 de febrero de 2009

Capítulo 20: A la deriva.

Desde el segundo piso, podía advertir el nerviosismo y las presencias desesperadamente silentes del primero. El terror ante manifiesto quietismo me hacía permanecer abrazado a mí mismo. La desesperación de mi abrazo se intensificaba y el dolor de huesos que experimentaba era sencillamente indescriptible.

Cerraba los ojos, pero no podía cerrarlos: era como mantener la vista apagada en mi cara dormida, pero el sueño no revelaba otra cosa que mi espantosa vigilia.

Mi cuerpo se transformaba en un nómade de las dimensiones en las que se realizaba mi propio cuerpo. Ya no estaba seguro de sentir lo que sentía ni de escuchar mi voz o la de otro en mi mente. Ya no sabía si mi mente era realmente mía. El narrador de aquel pretérito tiempo presente se confundía:

"Las cortinas tiñen de irónico color verde las paredes de la pieza en que Cristóbal, desnudo y sin ninguna esperanza, permanece acostado, sumergiendo a ratos su cara en sus sábanas. Sin embargo, Cristóbal siempre vuelve a emerger de su suave guarida, porque la verdad es que quisiera estar protegido de todo lo que ocurre, pero no sé si podría defenderme de un mundo que sucede estéticamente ambiguo, prescindiendo de mi vista sin ser el Dragón Shiryu.

"Con el terror floreciendo rosas negras en su piel, Cristóbal divisa una sombra que sube la escalera, avanzando hacia donde me encuentro. La sombra cruza el dintel de la puerta flameante de su pieza, zumbando como un pétalo, oscuro como sus rosas y por su negrura, me doy cuenta de que se trata de un aliado que trae información sobre los fatídicos acontecimientos de esta ominosa guerra, que no contempla adversarios ni afrentas, ni misiles ni guerra:

"-Mmmaaaeeessstrooo, me paré frente al essspeeejooo y viqueyomismoeraunfetoreflejado.

"'Maestro…', piensa Cristóbal. Podría ser Erick, pero no entiendo por qué me habla de esa forma.

"Esforzándose un poco, Cristóbal intuye, yo intuyo que los cambios de velocidad que el presunto Erick imprimió a su mensaje intentan transmitir, intentan transmitirme que la comunicación entre ellos, entre nosotros debe realizarse en secreto (puede ser que Tata esté escuchando). Así, se le ocurre, se me ocurre la idea de explicarle, de explicar lo que tienen, tenemos que hacer en rudimentario código Morse. Cristóbal, yo, se, me pongo de pie encima de la cama y comienza a golpear una pared con mis puños sin despegar en ningún momento su vista de esa sombra que ruego a los dioses de todas las religiones que sea Erick."

(Deus ex machina: Atenea, al oír el lamento de mi angustia alcanzar el tiempo y el espacio, decidió posar sus ojos en los míos. Su divina intervención permitió que reconociera a Erick. Sin embargo, el hecho de que la enigmática presencia se revelara como la de un Policía Joven no sirvió de mucho: él no comprendió en absoluto la intencionalidad de mis movimientos. Después de que me siguiera con atenta mirada, preguntó: “¿King-Kong?”.

-¡Entiende lo que te digo, por favor! -pero Erick no estaba para mímicas difíciles y resolvió que lo mejor era bajar de nuevo al primer piso.)

Lapsus: me di cuenta de que ya había amanecido y de que yo permanecía como una estatua, de pie sobre la cama. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero había sido el suficiente para que volviera a sentirme uno conmigo mismo, el suficiente para que volviera a ver las cosas como un neurótico estándar. Terminé mi proceso de tomar conciencia sacudiéndome como un estúpido. Luego, bajé a reunirme con mis colegas.

El televisor estaba encendido: en el noticiario, transmitían una protesta de funcionarios de la Policía de Investigaciones de Coquimbo, pero yo ya había perdido todo mi poder de asombro. En el sillón había una larva gigante y encima de la mesa, una hoja con una caligrafía horrenda y con una perfecta ortografía, de la cual se leía:

'Esta noche, varias patrullas policiales han transitado frente a nuestra casa. Junto a Claudio, sospechamos que lo que ocurre es síntoma de que ya se han efectuado suposiciones sobre nuestro secreto paradero. Claudio me advierte que quizá no nos quede mucho tiempo. Yo le pregunté por qué tiene esa cara de miedo. No me responde nada. Ahora me pregunta por qué escribo todo lo que pasa. Arranquemos'.

La larva del sillón transmutó en Erick. Me acerqué hasta donde él estaba:

-Decídete ser de una forma, fenómeno –le dije, y le pasé el papel que había encontrado en la mesa.

Mientras Erick leía, revisé todos los rincones de la casa, pero no encontré rastros de Coke o de Claudio.

Regresé hasta donde estaba Erick.

-¿Qué hacemos?

Erick se demoró un rato en responderme. Primero, se sentó. Luego, cruzó una de sus piernas sobre la otra. Finalmente, se llevó una mano al mentón. Toda esa parafernalia me convenció de que diría algo muy intelectual. No estaba equivocado. Sin previo aviso y con evidente alegría, se puso de pie y me gritó en la cara:

-¡El Loquillo!

domingo, 22 de febrero de 2009

Capítulo 19: The fear.

Ese día se hizo nada. La noche, todo. Colmados de figuras fantasmales como estábamos, no nos quedaba mucho más que confiar en la intuición de Cristóbal. Él, con precisión euclidiana, podía seguir con su mirada la meridiana pose de cada una de las almas nocturnas que poblaban la sala.

Todos esos extraños personajes que nos habían visitado habíanse transformado en plasma. Ghost Busters. Nosotros, por supuesto, no veíamos más que la avidez de Cristóbal al lanzarse a la caza fotográfica de esos movimientos supraterrenales, manifiesta en su cara y sus propios movimientos.

Luego de un rato -no sé si por obra de la santísima fe de Claudio o porque en las últimas horas no habíamos ingerido nada que no estuviera contemplado en nuestra estricta dieta a base de estupefacientes-, la cara de Cristóbal comenzó a parecernos más una calavera que un cráneo reforzado por humanidad y piel. Estábamos en la mitad de la madrugada y sus labios de rubí, de rojo carmenère, parecían murmurar que ya nunca más volveríamos a estar despiertos otra vez. Aquella lenta y pesada monotonía, que nos envolvía siempre hacia final de los días y que se nos aparecía ahora, en plena alborada, encarnada en la boca roja-pura-sangre de Cristóbal, terminó por coronar, como las guindas a las tortas de metáforas, lo que parecía un cadáver a causa del veneno de la vid otrora contenido en actuales vacías ánforas.

Despojados ya de toda humana realidad, presas de un sublime temor, presenciamos la anti-epifanía: la cabeza de nuestro amigo tornóse autónoma rebeldía, comenzando a bajar desde encima de sus hombros, como Cristo del calvario al no ser ario, yéndose su cuerpo tras de ella, una vez posada y giratoria, hasta desaparecer por la escalera, ambos en pos de una botella. Una vez solos los tres, bastó apenas mencionar a Préxades, la niña de la cara del revés (http://www.youtube.com/watch?v=3SJdVq2Yxac), para que aquella triple velada culminara con una sombría triple carcajada, inmediatamente ahogada por su propia resonancia.