-¿Aló? ¿Loquillo? ¡Maestro, hueón! Oye, ¿dónde estás? ¡Buena! –Erick sonrió y me levantó el pulgar de la aprobación-. Oye, maestro, ¿podemos ir para allá con el Cristóbal? Es que nos dejaron súper penositos aquí los maestros. Sí, súper rasca. Oye, pero… ¿Podemos ir para allá? ¡Buena! Allá te cuento lo que pasó, ¿vale? Te llamo cuando lleguemos al terminal. Nos vemos, maestro.
-¿Nos vamos ahora? –le pregunté a Erick.
-Sí –me respondió, determinante.
Erick me hablaba al mismo tiempo que guardaba sus cosas en su maleta. Yo lo seguía de un lado a otro, sin comprender absolutamente nada.
-¿Pero por qué tanto apuro?
-¿Cómo que por qué?
Quizá no me había enterado de algo. Repasé el papel escrito por Coke, pero sólo me parecía el escrito de un drogadicto. Sabía por experiencia propia que a los drogadictos no había que tomarlos en serio cuando se volvían escritores o apocalípticos o las dos cosas juntas. Yo había estado en situaciones similares tantas veces y al final me arrepentía siempre de las dramáticas ideas en las que era parte activa.
En una ocasión, llegué a mi casa con un amigo, ambos en un estado completamente marginal. Estábamos hablándonos el uno al otro al mismo tiempo, cuando de improviso surgió la idea de escribir una historia sobre un grupo de jóvenes que se veían involucrados en el asesinato de uno de sus amigos. El desarrollo de los acontecimientos tendría un sólo sustrato común: ellos no recordarían cómo había sucedido el delito, pero estarían seguros de que en la escena del crimen participaba otra persona, razón por la cual se provocaría una competencia entre unos y el otro por demostrar la culpabilidad ajena. La ridiculez de esta historia pseudo policial, pseudo detectivesca, debía ser el fiel reflejo de una sociedad ávida de criminales, hambrienta por señalar a una persona y convertirla en el paradigma de lo out en la ley de moda, para así poder reafirmar sus propios valores. La forma de este montaje debía ser la forma de nuestro relato y para ello, tomaríamos como ejemplo la televisión. Los personajes debían padecer inconcientemente del espectáculo que ofrecía y era nuestra sociedad. Por eso, su actuar cotidiano debía convertirse siempre en un evento representado. La idea era que el producto final de esta historia causara cáncer en los lectores que esperaban ver purgado el caos de lo espectacular en obras literarias y artísticas, sobre todo con el juego azaroso de perspectivas que debíamos lograr al co-escribir una historia sin demiurgo. El Apocalipsis del espectáculo era nuestro propósito. Sin embargo, nos dimos cuenta de que estábamos muy drogados y de que este discursillo nos sonaba adolescente y repetido. No creíamos en nada, ¿a quién engañábamos? La realidad, para nosotros, era autosuficiente. Nuestro juicio crítico podía ser o no ser, aquello no alteraba la esencia de las cosas. ¡Qué tontos fuimos!
-¿Estás listo? –me preguntó Erick.
-Sí, pero todavía no me dices a dónde vamos.
-A El Quisco, maestro.
Con el apuro, olvidé que la pregunta no era a dónde, sino por qué.
Un rato más tarde, partíamos en un bus desde el Terminal de Coquimbo. Al ritmo de los kilómetros por hora, nos despedíamos, junto con Erick, de esa calurosa ciudad, la cual nos había provisto de fatamorganas sin igual, pero de ideas para inculpar a Tata del asesinato de Ratón, ninguna -a esas alturas, daba lo mismo quién era el verdadero culpable o si acaso había en realidad un culpable, sólo nos hacía avanzar el ansia de convertirnos nuevamente en un punto ciego de la ley y para logar ese objetivo, teníamos que pintar a otro con los colores que correspondieran; ese otro era Tata, no había discusión al respecto.
Era el adiós. Una abrupta despedida. Abrupta como todas las cosas que nos sucedían últimamente. El destino era El Quisco y yo no entendía bien por qué, el por qué se acumulaba en mi mente y no me dejaba en paz. Pensé que, tal vez, mi naturaleza estaba impedida para entender la razón del movimiento. Comprendí el sufrimiento de Sísifo, pero miré a mi alrededor y comprobé que los estímulos de la realidad podían seguir progresando, permaneciendo o retrocediendo y yo no iba a notar el cambio sólo por empatizar con un sentimiento -de hecho, eso complicaba aún más el entendimiento del sentido, porque empatizar sólo equivalía a descansar, ignorante, en el flujo de las ideas. Yo no podía entender el por qué y, si no podía, para qué iba a intentar entenderlo.
-Mira –le dije a Erick, apuntándole un bote que navegaba en el mar.
-¡Los maestros! ¡Ahí están! ¿Se convirtieron en pescadores? ¿Por qué se convirtieron en pescadores?
-No sé.
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pescadores! xd sjdhbadkhaf
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