La misión que había quedado asignada para cada comitiva era diferente la una de la otra: mientras que Coke y Claudio tenían que conseguir paraguas (a esa altura, eran paraguas o la muerte; paracaídas no había), Cristóbal y yo teníamos que conseguir la cerveza de las 11 A.m. en un supermercado y sin tener que pagar absolutamente nada, porque justo en ese momento se nos había olvidado el asunto del dinero en las sociedades capitalistas y mucho más tarde nos daríamos cuenta de que habíamos salido de la casa sin peso chileno alguno en los bolsillos.
De lo que sí éramos conscientes era de que la separación que habíamos efectuado marcaba un hito en nuestro viaje. Cada uno recordó en ese momento –lo sé– el día en que supimos quiénes éramos. Además, recordábamos a Ratón, pues por él hacíamos lo que hacíamos.
Deseábamos que todo esto fuera una pesadilla. Después deseábamos que mejor no, porque si no podíamos despertar, eventualmente nos podría haber llegado a pasar eso de “irse en el sueño” –imaginé a Tata como Freddy–, lo que habría sido como un sueño mojado, pero en sangre. Con todas esas ideas en nuestras cabezas, a mí lo que me parecía era que toda la ficción que vivíamos se volvía cada día más científica, al tiempo que apocalíptica, lo que nos ponía la piel de gallina sobre el tapete, pero como nos aburría hablar sobre cobardías, elegimos hablar disparates. Lo que pasa es que parte del genotipo de los Policías Jóvenes es rechazar la cobardía. ¡Imagínense el Apocalipsis ahora! No, gracias. No andábamos de ánimos para imaginar finales abruptos al estilo Crónicas de una muerte anunciada.
Entramos al supermercado entre paradojas y aporías, embotellados y vacíos. Era una de esas sucursales enormes que semejan moles (los “malls” o “moles”, en español for dummies, son grandes moles de acero crediticio, muy denso. Dentro, conviven cientos de especies de locales y tiendas de la más diversa índole. La heterotopía es muy explícita: comida, ropa, juguetes, línea blanca y electrónica). La señora que estaba en el lugar de la recepción de los envases nos miraba raramente, con unos ojos como de sandía y una cara de iguana resentida. Mente. Yo no sabía si nos estaba coqueteando o si era de esas personas a las que los torsos desnudos les parecen cosas de rebeldía.
El verdadero significado de la expresión de la señora se hizo evidente cuando nos retornó inmediatamente las botellas, mascullando “¿desean llevar cervezas retornables, dejando por ellas envases desechables, los jóvenes?”. Cristóbal saltó enfurecido. Comenzó a gritarle que en un país donde lo inflamable era lo flamable, los Simpsons eran como unos dioses y los poetas eran cobardes, poco se podía debatir en torno a lo retornable. Por supuesto, yo me contagié rápidamente de esa furia desatada en mi compañero, quien venía emergiendo de profundas cavernas caviladas con techos de estalactitas afiladas; solidarizando con la tristeza de sus reflexiones, más que con la pertinencia de sus emociones, tomé todas las botellas y las arrojé al piso, y no sé por qué extraño fenómeno se rompieron -al mismo tiempo- unos vidrios en el departamento de niños. No nos quedó más que correr. Hacia el departamento de niños, por supuesto.
Lo que pasó después, ni a mi memoria le interesa. Solo sé que en nuestras playeras tenidas, semidesnudos y calzando simpáticas chancletas, regresamos sanos y salvos a la guarida, sin un peso en los bolsillos, como al principio, pero cargados de cerveza. Nos instalamos en el living-cocina-comedor, en torno al Gran Sillón. Dejamos escurrirse un shoegaze por el colador de sonidos de los parlantes, de modo tal que el step by step de nuestra jornada jamás deviniera cámara rápida.
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