Ahí estaban durmiendo Claudio y Coke, encima de unas bancas.
Cuando despertaron, Claudio decidió por todos nosotros: lo mejor sería que nos separáramos: Cristóbal y yo iríamos hacia la cordillera, Coke y él hacia la costa, para mojarse las molleras. A mí me preocupaba la idea de que fueran solos hacia la costa, porque el día anterior supe, por una fuente muy confiable que suele proveer de toda suerte de datos curiosos a los Policías Jóvenes, que en un cerro de Coquimbo había una mezquita. Cuando hay moros, la gente de la costa no sale. “Por algo será”, pensé. Pero en ese preciso momento no veía ni la Cruz del Tercer Milenio de lo poco ortodoxo de mi estado, por lo que decidí preocuparme de encaminar mi talante tras los pasos de Cristóbal, la intuición ambulante.
En una calle llamada “Los Pimientos”, condimentamos nuestra separación en comisiones con miradas nostálgicas, cual Seth y Evan se alejasen el uno del otro y se marchasen con sus respectivas parejas –juzgue usted quién el varón y quién la hembra. No volvimos a ver a Coke y a Claudio ese día sino hasta bien entrada la tarde en los dominios de La Antigua América. Noche, perdón. Y entre tanta imagen evocada, tantas responsabilidades ahogadas, surgió un vívido pensamiento: aquello que llamábamos tarde no era sino el nacimiento del ocaso, cuyos lindes lo separaban difusamente de la mañana, el nacimiento del día. Así, fueron la mañana y la tarde el primer día del resto del ocaso de nuestras vidas, esas vidas de antes de irnos a morir unas buenas noches.
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