martes, 17 de febrero de 2009

Capítulo 17: Las treinta y seis horas de amor.

Era difícil determinar quién hablaba. Nos habíamos fumado en una hora lo que debía alcanzarnos para veinticuatro por tres, que es setenta y dos, pero a esa altura ya nadie alegaba, pues nos encontrábamos alto, muy alto en las alturas renegadas por los hombres que se conciben despojados de la inmortalidad de sus almas. Los lindes de la realidad, los contornos de los dibujos de los cuerpos, el yo y el otro, el amor y el odio, todo parecía, como en todos esos momentos de juvenil éxtasis, desvanecerse y convertirse en porro.

Estábamos, literalmente, echados en el sillón. Echados a nuestra suerte, que ya estaba echada. ¿Buena? ¿Mala?

Había varias sillas, otro sillón y, claro está, el suelo, pero preferimos arrimarnos todos a un mismo anzuelo. Sabíamos que ya pronto picarían, así que tanto mejor: había espacio suficiente para que pudieran deambular.

La primera fue la Mujer Metralleta, siempre tan correcta y tan coqueta. Grande fue nuestra sorpresa al darnos cuenta de que ya no esperaba a nadie, pues venía colgada del brazo de Loquillo, que en la mano del otro brazo (porque las manos son de los brazos) traía una pistola y los ácidos que le había prometido a Pablo. ¡Imagínense cómo se sintió El Paranoico, que del susto tomó a su esclavo-amigo de un brazo y lo arrojó sobre Loquillo, gritando como un loco que él no había sido!

Las sirenas nos servían vino de sus bocas y de sus ombligos escamosos, cortantes y profundos. Nosotros ni nos movíamos de nuestro sitio. El panorama era muy lindo (“¡Putas de mierda!”, pensé que habría pensado Ratón que sería bueno decir, para así desahogarse de la mierda en la que se ahogaba, diciendo algo que no podía decirse ni en ese momento, ni en ese lugar, ni en muchos otros, a saber: el patio de Letras o el Food Garden, que para nosotros era como el Jardín Gigante de Mundo Mágico, pero con peligros reales; pensé que pensábamos todos en nuestra propia mierda, y que recordábamos a Ratón como el Gran Mártir de nuestra era), pero no había tiempo suficiente como para pensar en pensar ni en pensar lo que otros pensaban, no fuera a ser cosa que los ejecutivos karatekas se tomaran el poder (el vino del poder, como le llamábamos nosotros).

No hay comentarios:

Publicar un comentario