miércoles, 21 de enero de 2009

Capítulo 7: Hasta la víspera, baby.

La tarde del lunes debía ir a la casa de una de mis abuelas. Algo se celebraba y toda mi familia estaría presente. Como yo necesitaba un poco de dinero, que sacaría from each one of my parientes, tenía que portarme bien y llegar a alguna hora, pero llegar. El problema radicaba en el exigente itinerario de ese día: comprar pasajes baratos en algún terminal de buses, comprar marihuana y nada más. Parecía poco, pero abre los ojos bien cerrados: qué metáfora interdiscursiva más super loca.

Con Coke, quedamos de juntarnos en el terminal de buses San Borja después de la hora de almuerzo. Coke llegó a la hora que se denomina hora después de almuerzo. Era la hora después de almuerzo con treinta minutos cuando llegué yo. Coke me preguntó por qué había llegado tarde; me dijo que tenía que estar consciente de que estábamos en el ojo del huracán y que no podíamos cometer errores. Yo le respondí que la primera regla de llegar tarde era no hablar de llegar tarde, que él era algo así como Tyler Durden y que yo era como el narrador. Ergo, si él había sido puntual, los dos lo habíamos sido, sólo que treinta minutos después se había desatado la esquizofrenia. Eso no significaba, por supuesto, que los dos fuéramos la misma persona. ¿O sí? ¿O no? ¿O sí o no? ¿O sí y no? ¿Y sí y no? ¿Y si no? ¿Noisy? ¡Tonterías!

La idea era que el pasaje costara cinco lucas, pero lo encontramos a seis y no fue tan malo, comparado con las otras partes en que el boleto salía once o doce. Claro, la compañía donde estábamos comprando no era la más lujosa del lugar: ocupaba la caseta más chica, había una sola empleada en ella y el computador donde anotaba nuestros datos parecía una... no sé lo que parecía. Lo que sí sabía era que esa compañía de buses era, sin duda alguna, la más rasca y penosita del terminal, como diría Erick (experto en ese registro). Sin embargo, poco importaba la calidad del bus. Nosotros estábamos arrancando y no de cualquiera, sino del peor de todos: de Tata. Algo planeaba contra nosotros ese maldito rufián. Yo lo conocía y Coke también. Habíamos viajado con él a Coquimbo el año pasado. Claro, en ese tiempo éramos aliados, pero todo se murió al poco tiempo. Se murió, porque no se ponía la polera y en cueros parecía un caos informe de carne y sangre y qué sé yo, algo como un virus, tal vez, en fin.

Teníamos los pasajes. Sólo faltaba la marihuana.

Empezamos a hacer llamadas desde un teléfono público para conseguirnos alguna mano desconocida, porque las conocidas nos estafaban siempre. Gastamos varias monedas hasta que contactamos a un tipo. Nos dijo que tomáramos el metro hacia… Camináramos hasta… Esperáramos a un tipo que… Y nos traería los paquetes. Cuando lo vimos, vimos su paquete, y no se malinterprete, que lo que vimos fue su paquete de marihuana, bastante pequeño como para equivaler a la plata nuestra, por lo demás que no había, pero estábamos tan cansados que no nos regodeamos. Eso sí, inspirados en Kant y Juan Segura, decidimos que debíamos racionar la droga cuando estuvieramos en Coquimbo.

Finalmente, me despedí de Coke. Coke se despidió de mí. Me dió lata ir a la casa de mi abuela, así que no fui, pero el dinero... ¿De dónde iba a sacar el dinero? De alguna parte tenía que sacarlo, no de ninguna. Eso me dejó más tranquilo.

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