lunes, 26 de enero de 2009

Capítulo 9: Meditaciones.

A pesar del incidente del terminal, teníamos todas las intenciones de que lo venidero fuera bello, bueno y verdadero.

Coke le había dicho al chofer del colectivo que nos dejara en la calle Ernesto Sábato. En esa misma calle estaba la casa que nos esperaba. Cuando llegáramos, pensaba, íbamos a tener que esforzarnos como héroes, para elaborar un plan que nos permitiera salir airosos del oscuro túnel en el que Tata nos había dejado: el túnel de la justicia chilena, la cual -si no hacíamos algo- terminaría por arrestar a los buenos, mancillando aún más la memoria de nuestro Policía Joven y amigo, Ratón.

Cuando nos bajamos del colectivo, caminamos como diez pasos y, por fin, llegamos a la casa de Coke, advirtiendo varias cosas: estaba vacía; la puerta se abría para darnos la bienvenida a su cocina, su comedor y su living; al fondo había un baño y dos piezas, a las cuales se sumaba una tercera, que estaba en el segundo piso; un patio de cemento recorría el brazo derecho y la espalda de la casa -entendiendo la casa como el ser humano que era, o que sospechábamos que era-, el cual remataba con un baño con vista al cielo... Tantos lugares y todos vacíos. Era complicado decidir qué pieza ocupar y adónde ir después, en ese desierto estado de cosas. Tan complicado como fue para Adán decidir si acaso coger la manzana que Eva le ofrecía o no, libre albedrío fue a pecado consumado como, en nuestro caso, la angustia era a la calma. Nuestra realidad más cercana era lo abstracto, pero justo cuando empezaban a llover triángulos me atreví, como Adán, a dejar mi bolso en el living y a tirarme de piquero en una de las tres camas de un dormitorio del primer piso.

Al borde de mi cama se sentó Erick. Yo lo miraba de reojo, con el único ojo que me servía -porque el otro lo tenía, como toda mi cara, hundido en la almohada. Erick hacía un pito, tranquilamente, y esa extraña calma en él se extendía por las paredes del dormitorio y se fundía con la calurosa brisa nortina.

Al poco rato, llegó Coke y se acostó en la cama que teníamos al frente Erick y yo. Me di vuelta hacia él y le pedí sus audífonos Technics, los que conecté a mi MPEG-1 Audio Layer 3, más conocido como MP3 y también por su grafía emepetrés, para escuchar cualquier cosa. “Closed doors brings open minds”, decía una voz en mis dos oídos triplicando la tarde. Subí el volumen al máximo. Necesitaba insolarme el pensamiento.

Cuando empezaba a cerrar los ojos, Erick me tocó el hombro. Me dijo algo que no escuché, pero que debe haber sido algo como “fúmate este maestro”, a juzgar por su movimiento de labios y por el pito encendido que me pasaba en la mano.

Empecé a fumar y a repasar mentalmente los eventos más significativos hasta ese momento: alguien nos había dicho que éramos Policías Jóvenes; después, nos habíamos dado cuenta de que teníamos que matar a Tata. “Si no hubiéramos sabido quiénes éramos, nada de esto habría pasado”, pensé.

Erick me pasó otro pito.

“¿Pero cómo puedo ser tan tonto y renegar de nuestro destino? Nacer en cualquier cosa implica, desde el primer momento, desatar una serie de consecuencias. Necios son los que creen que pueden elegir qué cosa hacer y qué cosa no, cuando resulta obvio que, por ejemplo, cuando el cuerpo de un bebé sale del cuerpo de una madre, el rumbo del viento -que habría cruzado sin obstáculos por entremedio de esas piernas (si se trata de un parto normal) o sobre ese estómago (si el parto es por cesárea)- se desvía completamente, de manera irreversible, alineando todas las posibilidades de la vida futura de ese ser humano, sólo por el hecho de haber determinado la dirección del aire que respirará”.

Erick me pasó otro pito.

“Entonces, somos Policías Jóvenes desde siempre. Nuestra existencia es nuestro destino. Deseamos la muerte de Tata, pero ¿lograremos concretar ese deseo? Eso es algo que no podemos saber ahora. Sin embargo, sería imposible evitar intentarlo en este momento de nuestras vidas”.

Erick me pasó una botella de cerveza.

“Hay que matar a Tata. ¿Por qué no lo estamos matando ahora?”.

Erick me pasó un cigarro.

“Es cierto. Vinimos a planear cómo hacerlo. Tenemos que ser cautelosos. Ser cautelosos es parte del destino. No ser cautelosos también podría ser parte del destino. Al final, todo es parte del destino y a la mierda con el destino entonces. Lo que vayamos a hacer no cambiará por lo que piense de manera particular. Yo no decido las decisiones que tomo. No soy más que un simple instrumento del contexto”.

Erick me pasó un pito.

“Pero pensar en estas cosas es algo inevitable. ¿Qué podría hacer yo contra eso? Nada. ¿Podría, al menos, darle un significado a nuestra suerte ineluctable? De ninguna manera. Destino es una palabra vacía y esta palabra vacía recorre la existencia de todos los seres vivos y los seres muertos. El sentido de la vida es una proyección de esta palabra vacía irremediable, que se prolonga equivalente en todos sus segmentos. ¿Qué se puede hacer, entonces, entre tanto vacío, adentro y afuera? Vivir. Hacer lo que se tenga que hacer, sabiendo que lo hecho es algo necesario para la totalidad de la vida. El ser humano descubre cosas de la totalidad de la vida, pero La Vida, en mayúsculas, todo lo sabe, antes, ahora y más tarde”.

Erick me pasó un vaso de roncola.

“Qué canción más buena, no sabía que la tenía, pero ya es de noche y me gustaría ir a la playa”.

Me saqué los audífonos, raudamente; me puse un traje de baño y me despedí de mis colegas Policías. Acto seguido, abrí la puerta y salí corriendo. Erick, que al principio me venía persiguiendo entre bocinas y maldiciones, terminó adelantándome, llegando hasta La Herradura antes que yo, para nadar en medio de la noche y alcanzar lo finito de lo infinito (o sea, las boyas). Yo lo seguí como pude, pero casi al llegar donde él estaba me picó una medusa en el corazón y me desvanecí románticamente.

Un rato después, supe que Claudio me había llevado hasta la casa.

Cuando me sentí recuperado, Erick me reanimó con su ebriedad y Coke me contó unos chistes. Por un momento, intenté olvidar la carrera que estábamos corriendo, pero para mí -que en ese momento era como un conductor de Fórmula 1 en medio del circuito de Mónaco- las extrañas personas que cruzaban nuestra puerta no hacían otra cosa que crearme más curvas.

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